Se cumple un mes de las elecciones y uno de los balances que puede
hacerse es acerca del espeluznante paso del amor al odio que han tenido
las élites de la derecha con respecto al pueblo. Y los terribles efectos
que ese fenómeno ha generado en las capas medias, en la militancia
opositora que les sigue.
Durante nueve meses –un lapso alegóricamente gestacional- la dirigencia contrarrevolucionaria ysu maquinaria mediática se esforzaron por demostrar cariño y respeto por la gente que hace la mayoría del país. Pero, tras el desenlace del llamado 7-O, han pasado de nuevo a su estado natural: el desprecio.
Para decirlo con una frase célebre de Julio Borges, entre enero y septiembre salieron a las calles a enamorar chavistas, pero como estos no les pararon (al menos no en un número suficiente como para ganar las elecciones), han vuelto a expresar sus sentimientos originales y andan por ahí odiando a los chavistas con una pasión negativa que mete miedo.
Tal es el grave problema de la contrarrevolución: para ganar elecciones necesita el respaldo de un pueblo al que odia. Es un dilema sin solución.
Cuando se acercan las elecciones, los dirigentes opositores optan por la hipocresía: fingen amar a sus compatriotas de cerros y zanjones. Besan viejas, se ponen diademas indígenas, simulan comer platos criollos -cuyos nombres ni siquiera saben pronunciar-, se abrazan con campesinos, obreros y motorizados. Pero se les nota por encimita que la cuestión es mera pose, puro ejercicio histriónico, difíciles retos ordenados desde la oficina de mercadeo electoral. Tan pronto termina el proceso, vuelven a la ser quienes son: abatidos por la tristeza, pecan de sinceros y dicen que la chusma es traidora y cambia sus votos por una nevera o un sueldito mínimo.
Lo peor de este fenómeno es el impacto real que tiene en los sectores de clase media que constituyen el público cautivo de esas élites políticas y mediáticas. Basta oír conversaciones de sala de espera en clínicas privadas o leer las bárbaras sinceridades que esta gente escribe en las redes sociales para darse cuenta de que el resentimiento y el rencor han caído en los terrenos fértiles de las mentes disociadas.
Acicateados por unos medios que llenan el vacío de liderazgo, estas personas terminan diciendo las atrocidades típicas del desengaño amoroso. Tratando de sintetizar toda esa bilis, podríamos decir que los compatriotas opositores lamentan que su ilustrado voto valga lo mismo que el de la doña que les limpia el apartamento. ¡Vaya idea de democracia, la que tienen, pues!
Con mucha razón, mentes menos recalcitrantes de la misma oposición, han advertido que esa actitud es suicida para la opción política anti-chavista. Si de verdad creen que los pobres han votado a favor de la Revolución a cambio de los bíblicos platos de lentejas, ¿cómo irán en los próximos procesos electorales a conquistar sus votos?¿Tratarán de llevar más lentejas que el rrrrégimen y ponerse en onda de subasta? Y, sobre todo, después de expresar opiniones tan denigrantes sobre quienes creen en el comandante Chávez y en el proceso bolivariano, ¿cómo volverán a enamorarlos?
Durante nueve meses –un lapso alegóricamente gestacional- la dirigencia contrarrevolucionaria ysu maquinaria mediática se esforzaron por demostrar cariño y respeto por la gente que hace la mayoría del país. Pero, tras el desenlace del llamado 7-O, han pasado de nuevo a su estado natural: el desprecio.
Para decirlo con una frase célebre de Julio Borges, entre enero y septiembre salieron a las calles a enamorar chavistas, pero como estos no les pararon (al menos no en un número suficiente como para ganar las elecciones), han vuelto a expresar sus sentimientos originales y andan por ahí odiando a los chavistas con una pasión negativa que mete miedo.
Tal es el grave problema de la contrarrevolución: para ganar elecciones necesita el respaldo de un pueblo al que odia. Es un dilema sin solución.
Cuando se acercan las elecciones, los dirigentes opositores optan por la hipocresía: fingen amar a sus compatriotas de cerros y zanjones. Besan viejas, se ponen diademas indígenas, simulan comer platos criollos -cuyos nombres ni siquiera saben pronunciar-, se abrazan con campesinos, obreros y motorizados. Pero se les nota por encimita que la cuestión es mera pose, puro ejercicio histriónico, difíciles retos ordenados desde la oficina de mercadeo electoral. Tan pronto termina el proceso, vuelven a la ser quienes son: abatidos por la tristeza, pecan de sinceros y dicen que la chusma es traidora y cambia sus votos por una nevera o un sueldito mínimo.
Lo peor de este fenómeno es el impacto real que tiene en los sectores de clase media que constituyen el público cautivo de esas élites políticas y mediáticas. Basta oír conversaciones de sala de espera en clínicas privadas o leer las bárbaras sinceridades que esta gente escribe en las redes sociales para darse cuenta de que el resentimiento y el rencor han caído en los terrenos fértiles de las mentes disociadas.
Acicateados por unos medios que llenan el vacío de liderazgo, estas personas terminan diciendo las atrocidades típicas del desengaño amoroso. Tratando de sintetizar toda esa bilis, podríamos decir que los compatriotas opositores lamentan que su ilustrado voto valga lo mismo que el de la doña que les limpia el apartamento. ¡Vaya idea de democracia, la que tienen, pues!
Con mucha razón, mentes menos recalcitrantes de la misma oposición, han advertido que esa actitud es suicida para la opción política anti-chavista. Si de verdad creen que los pobres han votado a favor de la Revolución a cambio de los bíblicos platos de lentejas, ¿cómo irán en los próximos procesos electorales a conquistar sus votos?¿Tratarán de llevar más lentejas que el rrrrégimen y ponerse en onda de subasta? Y, sobre todo, después de expresar opiniones tan denigrantes sobre quienes creen en el comandante Chávez y en el proceso bolivariano, ¿cómo volverán a enamorarlos?
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