Esta Navidad cierta gente sufrió desorientación al tratar de elegir los
artefactos del hogar y productos electrónicos que necesitaba o creyó
necesitar. La razón de su desorientación es que el rrrrégimen le alteró
la que era su referencia más socorrida: el alto precio.
Parece algo humorístico, pero la verdad es que no son pocos los que quedan desconcertados si llegan a la tienda y lo que quieren comprar no vale cantidades obscenas de plata. Tienen la costumbre de comparar precios para quedarse con los más costoso, bajo la convicción de que es, por antonomasia, lo mejor. Por eso se preguntan muy angustiados: "¿cómo diablos voy a creer que este producto es bueno si no me lo venden carísimo?".
Esta deformación afecta principalmente a esas personas de la clase media que van a los centros comerciales a comprar mercancías, pero más que eso quieren comprar estatus. Por ejemplo, ¿qué podía hacer esta temporada decembrina un señor de Los Chaguaramos, asalariado y alquilado, para sentirse igual a uno de La Lagunita, negociante y propietario? Bueno, aparte de votar por Antonio Ledezma, lo único que tenía un efecto igualador, ahí más o menos, era pagar 50 mil bolívares por un celular. Bien visto, es un gesto mágico, pues si no logra equiparar a un individuo de la clase media con los verdaderos ricos, al menos le permite sentirse diferente a los pobres. Algo es algo.
Podría pensarse que es un problema de estupidez individual, pero en realidad es una evidencia más del proceso de adoctrinamiento pertinaz e incesante al que hemos sido sometidos desde tiempos inmemoriales. La industria cultural capitalista se ha encargado de convencernos de que hay una conexión directa entre el valor de las cosas que podemos comprar y nuestro propio valor como seres humanos. En consecuencia, cuando compramos bienes caros, nos estamos valorando positivamente; y cuando compramos barato, nos estamos menospreciando.
Cierta cuña revelaba de un modo muy palmario este megaconcepto, esta idea-fuerza de la publicidad: una bella chica decía que compraba cierto cosmético de alto precio, "porque yo lo valgo". En rigor, las piezas publicitarias de casi todos los bienes y servicios imaginables transmiten la misma idea, solo que aquella, excepcionalmente, lo decía en forma expresa.
Estas operaciones de manipulación han encontrado un terreno particularmente fértil en la perniciosa tendencia al consumismo de nuestra sociedad. En los míticos tiempos de la bonanza de los 70, se permitía comprar barato, siempre que fuera en Miami y por docenas.
Ahora, en plena revolución, han engendrado una pequeña burguesía dilapidadora que protesta porque quieren quitarle su sagrado derecho a comprar caro su propio estatus.
Parece algo humorístico, pero la verdad es que no son pocos los que quedan desconcertados si llegan a la tienda y lo que quieren comprar no vale cantidades obscenas de plata. Tienen la costumbre de comparar precios para quedarse con los más costoso, bajo la convicción de que es, por antonomasia, lo mejor. Por eso se preguntan muy angustiados: "¿cómo diablos voy a creer que este producto es bueno si no me lo venden carísimo?".
Esta deformación afecta principalmente a esas personas de la clase media que van a los centros comerciales a comprar mercancías, pero más que eso quieren comprar estatus. Por ejemplo, ¿qué podía hacer esta temporada decembrina un señor de Los Chaguaramos, asalariado y alquilado, para sentirse igual a uno de La Lagunita, negociante y propietario? Bueno, aparte de votar por Antonio Ledezma, lo único que tenía un efecto igualador, ahí más o menos, era pagar 50 mil bolívares por un celular. Bien visto, es un gesto mágico, pues si no logra equiparar a un individuo de la clase media con los verdaderos ricos, al menos le permite sentirse diferente a los pobres. Algo es algo.
Podría pensarse que es un problema de estupidez individual, pero en realidad es una evidencia más del proceso de adoctrinamiento pertinaz e incesante al que hemos sido sometidos desde tiempos inmemoriales. La industria cultural capitalista se ha encargado de convencernos de que hay una conexión directa entre el valor de las cosas que podemos comprar y nuestro propio valor como seres humanos. En consecuencia, cuando compramos bienes caros, nos estamos valorando positivamente; y cuando compramos barato, nos estamos menospreciando.
Cierta cuña revelaba de un modo muy palmario este megaconcepto, esta idea-fuerza de la publicidad: una bella chica decía que compraba cierto cosmético de alto precio, "porque yo lo valgo". En rigor, las piezas publicitarias de casi todos los bienes y servicios imaginables transmiten la misma idea, solo que aquella, excepcionalmente, lo decía en forma expresa.
Estas operaciones de manipulación han encontrado un terreno particularmente fértil en la perniciosa tendencia al consumismo de nuestra sociedad. En los míticos tiempos de la bonanza de los 70, se permitía comprar barato, siempre que fuera en Miami y por docenas.
Ahora, en plena revolución, han engendrado una pequeña burguesía dilapidadora que protesta porque quieren quitarle su sagrado derecho a comprar caro su propio estatus.
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