En los estados fronterizos del Zulia, Apure, Táchira, (Ve). La Guajira, Arauca, Norte de Santander y Vichada, (Co) se han convertido en un lucrativo negocio de contrabando de mercancias. La falta y desidia de los Estados Colombiano y Venezolano han contribuido grandemente en esta actividad lesiva a los intereses de ambos países. Organizaciones criminales de la peor especie viven de este vacio, como una zona de tolerancia al delito. El gobierno de Maduro es en buena parte culpable de esta situación por innacción.
El rentable negocio del contrabando de
alimentos y combustible, pese al cierre del paso en el fronterizo
poblado venezolano de La Guajira, sigue siendo el delito que nadie
perpetra en secreto.
“Estaciónate ahí
y diles que vas a descargar un punto”, explica un niño al cliente que
ha logrado capturar entre docenas de competidores que, al igual que el
pequeño indígena de unos 12 años, agitan un cartel ofreciendo lo que son
capaces de pagar por cada 20 litros de gasolina que un conductor
permita sacar de su coche.
Una vez concretada esta transacción el niño volverá a la carretera
polvorienta a agitar su letrero, a buscar un nuevo cliente, con la
ventaja de que en la puja callejera su cartón, en el que se leen 1.800
(bolívares por cada 20 litros), es por estos días la paga más alta del
mercado.
En este territorio el tráfico ilegal de combustible, alimentos y
materiales, controlados por una buena parte de los indígenas que habitan
la zona fronteriza del estado Zulia, ocurre con tranquilidad junto a
los puestos militares que vigilan la zona desde que se ordenó el cierre
de la frontera.
La oficina de estos operadores callejeros del contrabando de gasolina
en la que conviven con otros mercaderes de la carretera son los casi
120 kilómetros de recorrido desde la venezolana ciudad de Maracaibo
hasta ‘La Raya’ y que llevan a la ciudad de Maicao, limite entre
Colombia y Venezuela.
Allí un Fairlane 500 de 1976 al que no le ajusta el maletero, sin
aire acondicionado y al que la puerta del chófer le cierra gracias a un
amarre hecho con alambre, es el auto más deseado de la vía y no por su
antigüedad sino por el tanque de 120 litros del que podrían sacarse
hasta cinco puntos.
Así las cosas, cada mañana cientos de autos que desaparecieron del
mercado hace al menos 30 años se forman frente a la alcabala del poblado
fronterizo de Sinamaica, sin tapicería, chocados y corroídos pero con
los tanques llenos de gasolina.
Las autoridades venezolanas han estimado que a causa del contrabando
de combustible en el país, que produce casi tres millones de barriles de
petróleo diarios, pierde unos 200.000 que son desviados como
contrabando a Colombia.
El negocio está motivado básicamente por el bajísimo precio del
combustible para los venezolanos que pagan menos de un bolívar por 20
litros de gasolina en una estación de servicio y hasta 1.800 si lo
llevan en su tanque lo más cerca posible de la frontera.
Con grandes letreros también se pueden encontrar exhibidos a la
orilla de la carretera leche, azúcar, jabón en polvo, arroz, productos
de higiene personal, alimento para bebes, pañales, y casi cualquier cosa
que escasea en el mercado formal desde hace más de un año.
Los militares pasan sin mayor sorpresa frente a los comerciantes
callejeros conocidos como ‘bachaqueros’ o en el caso de la gasolina
‘pimpineros’ que en ocasiones, en un intento inútil por guardar las
formas, ocultan sus letreros aunque no los grandes envases repletos de
gasolina que los acompañan.
Los habitantes de la zona admiten que muchos de los militares solo se
acercan para cobrar una cuota a cambio de ignorar a los vendedores,
creando un mercado perverso en el que nadie necesita ocultarse.
La corrupción de los militares de la zona explica porque un auto
cargado de docenas de cajas de zapatos había logrado pasar por las casi
diez alcabalas que revisan los vehículos incluso debajo de los asientos y
también por qué una militar guardaba entre sus cosas dos pares de ellos
mientras sus compañeros escogían otros antes de dejarlo pasar.
Aunque la frontera esta cerrada, las trochas ilegales tienen su mejor
momento y el cobro del peaje es otro negocio bien conocido.
“Entra por ahí, y cada vez que te levanten un mecate tu solo saca 100
bolívares, son varios punticos en los que tienes que pagar hasta
Colombia, pero pasa temprano porque más tarde se mete el Ejército”,
explica un militar esta vez al taxista que jura que solo va a visitar a
su mamá.
Aunque para visitar a la doña no hace falta ir muy lejos, porque
junto a la última alcabala una mujer gorda y desarreglada, que maldice a
los militares en wayuú cada tanto, puede por 1.000 bolívares pasarte a
Colombia que al final de cuentas está en el patio de su casa.
Desde Colombia: Frontera con Venezuela, tierra de nadie
Las
autoridades no tienen el control sobre la frontera de La Guajira con
Venezuela. Las mafias tienen a disposición 192 trochas ilegales, por
donde se mueve un negocio tan lucrativo como la coca: el de la gasolina
de contrabando.
Un viejo Renault que venía cargado con
pimpinas de gasolina aceleró y se arrojó sobre Claudia Gaviria, la
directora nacional de Gestión de Aduanas de la Dian, que estaba parada
al borde de una de las trochas por donde entra el contrabando de
Venezuela.
Los policías le habían pedido al conductor
que se bajara del carro. Pero el hombre, con los bríos de un kamikaze,
apretó el acelerador, sin importarle que en frente suyo tuviera a unos
20 uniformados que le apuntaban a la cara.
El Renault arrancó a la velocidad que pudo
y, si no fuera porque el mayor de la Policía Guillermo Carreño se
abalanzó sobre la directora Gaviria, hoy se estaría hablando de una
tragedia más, de las que ocurren en Chivo Feliz, un paraje del municipio
de Hatonuevo, en La Guajira, cerca de la frontera por donde pasan
camiones endiablados repletos de combustible.
“Toda la gente que estaba ahí se tiró al
piso. Como el tipo estaba cargado de gasolina, sabía que no podíamos
disparar. Al final se voló y no pudimos hacer nada” recuerda el mayor
Carreño.
Alrededor de la línea que separa a Colombia
con Venezuela no respetan a la autoridad. Hay 192 pasos ilegales, que
aparecen y desaparecen a lo largo y ancho de una frontera porosa. Y para
controlarlos, el mayor Carreño tiene 162 policías.
Es por eso que los contrabandistas no
esperan a que llegue la noche para cruzar. De día se lanzan en furgones
de estacas que no están dispuestos a parar, así una autoridad,
cualquiera que sea, se les atraviese. Hace unas semanas, un camión que
venía por un sendero que solo tenía espacio para un vehículo, arrinconó a
una camioneta de la Dian que a esa hora, solitaria en medio del
desierto, hacía un patrullaje. Aunque el vehículo oficial se pegó a un
enramado de espinas, el camión alcanzó a impactarlo. “Y en este
desierto, ni modo de llamar al Tránsito”, dijo, tratando de ponerle algo
de humor a la impotencia, un funcionario de la Dian.
Por más intenciones que tengan de ejercer un
verdadero control, al final se chocan con una pared. Eso es lo que
refleja la cara de un teniente de la Policía al mando de un operativo a
las afueras de Maicao y que dice, “muchachos, hasta aquí podemos llegar,
de aquí para allá hay mucha inseguridad y es territorio de las Farc”,
señalando hacia un caserío.
Detrás del teniente hay una ranchería en la
que se pueden ver, a simple vista, dos camiones y varias filas de
canecas para almacenar gasolina. Pero la Policía, al menos en este
momento, no puede hacer nada. Aunque el oficial está acompañado de diez
agentes más que llevan sobre sus hombros fusiles Galil, aquí el tema no
es de armas, es de autoridad.
Cuando en la ranchería se percatan de la patrulla, comienzan a salir indígenas de sus casas con caucheras en la mano.
“¡Ustedes no pueden estar aquí, esto es
propiedad privada!” grita uno de los hombres que sale al paso. Por el
flanco izquierdo aparece una mujer, que amenaza con partirle la cámara a
un reportero gráfico de SEMANA si toma una sola foto.
“Se van. Por ustedes venir aquí”, vocifera
la mujer, mirando fijamente al teniente. “Mataron a dos sobrinos. Los
acusaron de colaboradores” dice exaltada, sin perder de vista la cámara
del reportero.
“Ya nos vamos a ir, cálmese” le contesta el
teniente, previendo una asonada que está muy cerca de configurarse. En
cinco minutos y cuando la comunidad ya es una masa inminente que se
viene encima, tanto policías como periodistas se pierden entre el polvo.
Pero más allá de las condiciones
impenetrables de la zona, de la presencia de los frentes 19 y 59 de las
Farc, del control de las Bacrim y de las complejas realidades de los
wayúu que habitan la zona, las mafias que controlan el contrabando de la
gasolina saben que en sus manos tienen un negocio a veces más rentable
que el de la cocaína. Si un galón de gasolina en Bogotá puede costar
8.500 pesos, en Venezuela se consigue a 105 pesos colombianos. Es decir,
con una moneda de 1.000 pesos se puede tanquear una camioneta. La
rentabilidad les permite pagar a hombres motorizados que andan por el
desierto avisando de cualquier movimiento irregular. Por no hablar de
cómo con esa abultada billetera compran el silencio de cualquier
autoridad que se les atraviese, según repiten varios guajiros a esta
revista y lo admiten las más altas esferas en Bogotá.
El saliente director de la Dian, Juan
Ricardo Ortega, decía que el 15 por ciento del combustible que mueve el
país es de contrabando. Unos 45.000 barriles de gasolina (más de 1,5
millones de galones diarios) estarían entrando por La Guajira.
Entre diciembre de 2013 y junio de 2014, las
autoridades incautaron en Riohacha, Maicao y Valledupar 123.000
galones, una cifra que se queda muy corta comparada con lo que realmente
circula.
“Antes llevaban la gasolina en carros
pequeños llenos de pinpinas. Ahora los que pasan son carrotanques con
4.000 galones o camiones 350. Después de las doce de la noche pasan
caravanas de hasta 150 carros”, dice el alcalde de uno de los pueblos de
la región. Se arman las ‘caravanas de la muerte’, con vehículos de
todos los tamaños cargados de galones de gasolina, que ruedan a 100
kilómetros por hora por senderos artesanales. Y a cualquier descuido,
explotan.
De ellos hay un grupo al que llaman los
kamikazes. “Nadie se atreve a detenerlos, van armados con revolver o
pistola y encendedor para quemar los carros si los paran”, le explicó a
SEMANA otro habitante de la zona. “Todos los días pasan unos 200 de
esos. La mayoría, son Renault 18, a los que les quitan las sillas, les
refuerzan los amortiguadores traseros y los cargan con 18 pimpinas (80
galones). Los choferes no son los dueños, alguien les paga por hacer el
viaje de ir a comprar la gasolina en Uribia (La Guajira), y la llevan
hasta La Paz y Valledupar (Cesar)”.
Y es que cada día la gasolina de contrabando
llega más profundo en el mapa de Colombia. Por una ruta llega hasta
Barranquilla, pero por la otra alcanza a llegar al Bajo Cauca Antioqueño
y al Magdalena Medio (ver infografía). En todos esos municipios hay
presencia de bandas armadas, explotación ilegal de oro y narcotráfico.
Los ingredientes necesarios a los que solo les hace falta la gasolina de
contrabando.
El bajo costo de la gasolina ha traído
consigo también el tráfico de motos y vehículos desde el país vecino,
que se consiguen en Colombia a precios ridículos. En los últimos meses
han aparecido por las calles de Maicao motos marca Bera, que en el
mercado negro valen 150.000 pesos, es decir, lo mismo que cuesta un
pasaje en bus desde Bogotá a Riohacha.
Cualquiera diría que todo lo anteriormente
descrito ocurre desde hace décadas en La Guajira. Pero no es del todo
cierto. El contrabando de licor y cigarrillos, con los cuales comenzó su
carrera en el delito Pablo Escobar, parece un juego de niños al lado de
las enormes utilidades del negocio de la gasolina. Por eso cuando Jorge
40 se tomó a sangre y fuego la región, sometió a los pimpineros y se
apoderó de la cooperativa indígena (Ayatawacoop) que tiene permiso de
Caracas y Bogotá para entrar gasolina al país.
En la medida en que el negocio es más
poderoso más daño hace a las instituciones del país. Juan Ricardo Ortega
decía también que el contrabando de gasolina por La Guajira “es un
cáncer”, que al año deja pérdidas por 600.000 millones de pesos en el
sector. Antes de su renuncia forzosa, el director de la Dian aparecía
como una voz solitaria que no se cansaba de advertir que el contrabando y
el lavado de dinero le quitaban al Estado 20 billones de pesos
anuales.
Las veces en que las autoridades se han
tratado de imponer, las han matado. “Cuando tenemos información de
grandes incautaciones, nos toca ir en tanques, de esos de guerra. Porque
no pocas veces nos reciben a bala”, dice un patrullero. Hace algo más
de un año, el 23 de mayo de 2013, en la vía Paraguachón-Maicao, murieron
emboscados dos funcionarios de Migración Colombia: el director
regional, Juan Carlos Gutiérrez y su conductor. En el atentado,
ejecutado a pleno rayo de sol y sobre la carretera principal, también
fallecieron dos subintendentes de la Dirección de Tránsito y Transporte.
Aquel crimen fue un aviso atroz que hizo que
la Policía retirara el puesto de control en Chivo Feliz. Un año después
el negocio pervive con mayor facilidad.
Los centros de almacenamiento de gasolina
son bombas de tiempo esparcidas en los propios barrios periféricos de
Maicao. En la entrada de la antigua vía a Uribia hay uno de estos
sitios, que ni siquiera tiene cerradas sus puertas. Al fondo no se ve
gente, pero sí canecas y pimpinas listas para ser despachadas. Lo grave
del asunto es que, de ocurrir un accidente, los afectados no solo serían
los contrabandistas, sino los vecinos que por enfrente pasan, muchas
veces en burro, cargando víveres. “Nosotros hemos cerrado varios con
órdenes de allanamiento. Pero vuelven y abren otros y otros y otros”,
dice un patrullero que, como sus compañeros, parece desbordado por la
realidad. Una realidad ingobernable y vasta, en tierra de nadie.
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