La Carta de Jamaica
Documento que Simón Bolívar
escribió en la ciudad de Kingston, Jamaica, el día 6 de septiembre de 1815 , y el cual estaba
dirigido a un inglés quien se presume pudo haber sido Henry Cullen,
súbdito británico, residenciado en Falmouth, cerca de Montego Bay, en la
costa norte de Jamaica. La edición en inglés de dicha carta tuvo el
título de A friend y en castellano, Un caballero de esta isla. El texto
más antiguo que se conoce es el manuscrito borrador de la versión
inglesa conservado en el Archivo Nacional de Colombia Bogotá, en el
fondo Secretaría de Guerra y Marina, volumen 323. La primera publicación
conocida de la Carta en castellano apareció impresa en 1833, en el
volumen XXI, Apéndice, de la Colección de documentos relativos a la vida
pública del Libertador, compilada por Francisco Javier Yánez y
Cristóbal Mendoza. No se ha localizado el manuscrito original
castellano, ni se conoce copia alguna entre 1815 y 1883, salvo las 2
publicadas en inglés, de 1818 y 1825.
La Carta de Jamaica y su contexto histórico
Al llegar Bolívar a Kingston en 1815, contaba con 32
años. Para este momento llevaba apenas 3 años de plena responsabilidad
en la lucha de emancipación, pues esta actividad la inicia a partir de
la declaración del Manifiesto de Cartagena
el 15 de diciembre de 1812. Durante este período desarrolló una intensa
actividad militar. Primero, en 1813, con la Campaña Admirable, que lo
llevó vertiginosamente en pocos meses a Caracas el 6 de agosto de 1813
para intentar la refundación de la República, empresa que termina en
1814, en fracaso frente a las huestes de José Tomás Boves. Luego de este
fracaso regresa a la Nueva Granada, para intentar repetir la hazaña de
la Campaña Admirable,
acción que es rechazada por sus partidarios. Sintiéndose incomprendido
en Cartagena de Indias, decide tomar el 9 de mayo de 1815 el camino de
destierro hacia Jamaica, animado por la idea de llegar al mundo inglés y
convencerlo de su cooperación con el ideal de la independencia
Hispanoamericana. En Kingston vivirá desde mayo hasta diciembre de 1815,
tiempo que dedicó a la meditación y cavilación acerca del porvenir del
continente americano ante la situación de la política mundial.
La Carta de Jamaica fue escrita el 6 de septiembre de
1815 en Kingston. En ella analiza Bolívar en una primera parte, cuales
habían sido hasta ese momento los sucesos históricos en todo el
continente americano en la lucha por la libertad. En términos generales,
era un balance del esfuerzo realizado por los patriotas en los años
transcurridos desde 1810 hasta 1815. En la parte central del documento
se exponen las causas y razones que justificaban la decisión de los
"españoles americanos" por la independencia. Posteriormente, termina con
una llamada a la Europa para que coopere con la obra de liberación de
los pueblos hispanoamericanos. En la tercera y última parte, profetiza y
argumenta sobre el destino de México, Centroamérica, la Nueva Granada,
Venezuela, Buenos Aires, Chile y Perú. Finalmente, culmina Bolívar su
reflexión con una imprecación que repetirá hasta su muerte: la necesidad
de la unión entre los países americanos. Aunque la Carta de Jamaica fue
escrita nominalmente a Henry Cullen, está claro que su objetivo
fundamental era llamar la atención de la nación liberal más poderosa del
siglo XIX, Inglaterra, a fin de que se decidiese a involucrarse en la
independencia americana. No obstante, cuando los británicos finalmente
accedieron al llamado de Bolívar, éste prefirió la ayuda de Haití.
Texto completo de la Carta de Jamaica
Simón Bolívar
Muy señor mío: Me apresuro a contestar la carta de 29 del mes pasado que usted me
hizo el honor de dirigirme, y yo recibí con la mayor satisfacción.
Sensible como debo, al interés que usted ha querido tomar por la suerte de mi patria,
afligiéndose con ella por los tormentos que padece, desde su descubrimiento hasta estos
últimos períodos, por parte de sus destructores los españoles, no siento menos el
comprometimiento en que me ponen las solícitas demandas que usted me hace, sobre los
objetos más importantes de la política americana. Así, me encuentro en un conflicto,
entre el deseo de corresponder a la confianza con que usted me favorece, y el
impedimento de satisfacerle, tanto por la falta de documentos y de libros, cuanto por los
limitados conocimientos que poseo de un país tan inmenso, variado y desconocido como
el Nuevo Mundo.
En mi opinión es imposible responder a las preguntas con que usted me ha honrado. El
mismo barón de Humboldt, con su universalidad de conocimientos teóricos y prácticos,
apenas lo haría con exactitud, porque aunque una parte de la estadística y revolución de
América es conocida, me atrevo a asegurar que la mayor está cubierta de tinieblas y, por
consecuencia, sólo se pueden ofrecer conjeturas más o menos aproximadas, sobre todo
en lo relativo a la suerte futura, y a los verdaderos proyectos de los americanos; pues
cuantas combinaciones suministra la historia de las naciones, de otras tantas es
susceptible la nuestra por sus posiciones físicas, por las vicisitudes de la guerra, y por
los cálculos de la política.
Como me conceptúo obligado a prestar atención a la apreciable carta de usted, no menos
que a sus filantrópicas miras, me animo a dirigir estas líneas, en las cuales ciertamente
no hallará usted las ideas luminosas que desea, mas sí las ingenuas expresiones de mis
pensamientos.
«Tres siglos ha —dice usted— que empezaron las barbaridades que los españoles
cometieron en el grande hemisferio de Colón». Barbaridades que la presente edad ha
rechazado como fabulosas, porque parecen superiores a la perversidad humana; y jamás
serían creídas por los críticos modernos, si constantes y repetidos documentos no
testificasen estas infaustas verdades. El filantrópico obispo de Chiapa, el apóstol de la
América, Las Casas, ha dejado a la posteridad una breve relación de ellas, extractada de
las sumarias que siguieron en Sevilla a los conquistadores, con el testimonio de cuantas
personas respetables había entonces en el Nuevo Mundo, y con los procesos mismos que
los tiranos se hicieron entre sí: como consta por los más sublimes historiadores de aquel
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tiempo. Todos los imparciales han hecho justicia al celo, verdad y virtudes de aquel
amigo de la humanidad, que con tanto fervor y firmeza denunció ante su gobierno y
contemporáneos los actos más horrorosos de un frenesí sanguinario.
Con cuánta emoción de gratitud leo el pasaje de la carta de usted en que me dice «que
espera que los sucesos que siguieron entonces a las armas españolas, acompañen ahora a
las de sus contrarios, los muy oprimidos americanos meridionales». Yo tomo esta
esperanza por una predicción, si la justicia decide las contiendas de los hombres. El
suceso coronará nuestros esfuerzos; porque el destino de América se ha fijado
irrevocablemente: el lazo que la unía a España está cortado: la opinión era toda su
fuerza; por ella se estrechaban mutuamente las partes de aquella in mensa monarquía; lo
que antes las enlazaba ya las divide; más grande es el odio que nos ha inspirado la
Península que el mar que nos separa de ella; menos difícil es unir los dos continentes,
que reconciliar los espíritus de ambos países. El hábito a la obediencia; un comercio de
intereses, de luces, de religión; una recíproca benevolencia; una tierna solicitud por la
cuna y la gloria de nuestros padres; en fin, todo lo que formaba nuestra esperanza nos
venía de España. De aquí nacía un principio de adhesión que parecía eterno; no obstante
que la inconducta de nuestros dominadores relajaba esta simpatía; o, por mejor decir,
este apego forzado por el imperio de la dominación. Al presente sucede lo contrario; la
muerte, el deshonor, cuanto es nocivo, nos amenaza y tememos: todo lo sufrimos de esa
desnaturalizada madrastra. El velo se ha rasgado y hemos visto la luz y se nos quiere
volver a las tinieblas: se han roto las cadenas; ya hemos sido libres, y nuestros enemigos
pretenden de nuevo esclavizarnos. Por lo tanto, América combate con despecho; y rara
vez la desesperación no ha arrastrado tras sí la victoria.
Porque los sucesos hayan sido parciales y alternados, no debemos desconfiar de la
fortuna. En unas partes triunfan los in dependientes, mientras que los tiranos en lugares
diferentes, obtienen sus ventajas, y ¿cuál es el resultado final? ¿No está el Nuevo Mundo
entero, conmovido y armado para su defensa? Echemos una ojeada y observaremos una
lucha simultánea en la misma extensión de este hemisferio.
El belicoso estado de las provincias del Río de la Plata ha purgado su territorio y
conducido sus armas vencedoras al Alto Perú, conmoviendo a Arequipa, e inquietado a
los realistas de Lima. Cerca de un millón de habitantes disfruta allí de su libertad.
El reino de Chile, poblado de ochocientas mil almas, está lidian do contra sus enemigos
que pretenden dominarlo; pero en vano, porque los que antes pusieron un término a sus
conquistas, los indómitos y libres araucanos, son sus vecinos y compatriotas; y su
ejemplo sublime es suficiente para probarles, que el pueblo que ama su independencia,
por fin la logra.
El virreinato del Perú, cuya población asciende a millón y medio de habitantes, es, sin
duda, el más sumiso y al que más sacrificios se le han arrancado para la causa del rey, y
bien que sean vanas las relaciones concernientes a aquella porción de América, es
indubitable que ni está tranquila, ni es capaz de oponerse al torrente que amenaza a las
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más de sus provincias.
La Nueva Granada que es, por decirlo así, el corazón de la América, obedece a un
gobierno general, exceptuando el reino de Quito que con la mayor dificultad contienen
sus enemigos, por ser fuertemente adicto a la causa de su patria; y las provincias de
Panamá y Santa Marta que sufren, no sin dolor, la tiranía de sus señores. Dos millones y
medio de habitantes están esparcidos en aquel territorio que actualmente defienden
contra el ejército español bajo el general Morillo, que es verosímil sucumba delante de
la inexpugnable plaza de Cartagena. Mas si la tomare será a costa de grandes pérdidas, y
desde luego carecerá de fuerzas bastantes para subyugar a los morigeros y bravos
moradores del interior.
En cuanto a la heroica y desdichada Venezuela sus acontecimientos han sido tan rápidos
y sus devastaciones tales, que casi la han reducido a una absoluta indigencia a una
soledad espantosa; no obstante que era uno de los más bellos países de cuantos hacían el
orgullo de América. Sus tiranos gobiernan un desierto, y sólo oprimen a tristes restos
que, escapados de la muerte, alimentan una precaria existencia; algunas mujeres, niños y
ancianos son los que quedan. Los más de los hombres han perecido por no ser esclavos,
y los que viven, combaten con furor, en los campos y en los pueblos internos hasta
expirar o arrojar al mar a los que insaciables de sangre y de crímenes, rivalizan con los
primeros monstruos que hicieron desaparecer de la América a su raza primitiva. Cerca
de un millón de habitantes se contaba en Venezuela y sin exageración se puede
conjeturar que una cuarta parte ha sido sacrificada por la tierra, la espada, el hambre, la
peste, las peregrinaciones; excepto el terremoto, todos resultados de la guerra.
En Nueva España había en 1808, según nos refiere el barón de Humboldt, siete millones
ochocientas mil almas con inclusión de Guatemala. Desde aquella época, la insurrección
que ha agitado a casi todas sus provincias, ha hecho disminuir sensiblemente aquel
cómputo que parece exacto; pues más de un millón de hombres han perecido, como lo
podrá usted ver en la exposición de Mr. Walton que describe con fidelidad los
sanguinarios crímenes cometidos en aquel opulento imperio. Allí la lucha se mantiene a
fuerza de sacrificios humanos y de todas especies, pues nada ahorran los españoles con
tal que logren someter a los que han tenido la desgracia de nacer en este suelo, que
parece destinado a empaparse con la sangre de sus hijos. A pesar de todo, los mejicanos
serán libres, porque han abrazado el partido de la patria, con la resolución de vengar a
sus pasados, o seguirlos al sepulcro. Ya ellos dicen con Reynal: llegó el tiempo en fin, de
pagar a los españoles suplicios con suplicios y de ahogar a esa raza de exterminadores
en su sangre o en el mar.
Las islas de Puerto Rico y Cuba, que entre ambas pueden formar una población de
setecientas a ochocientas mil almas, son las que más tranquilamente poseen los
españoles, porque están fuera del contacto de los independientes. Mas ¿no son
americanos estos insulares? ¿No son vejados? ¿No desearán su bienestar?
Este cuadro representa una escala militar de dos mil leguas de longitud y novecientas de
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latitud en su mayor extensión en que dieciséis millones de americanos defienden sus
derechos, o están comprimidos por la nación española que aunque fue en algún tiempo
el más vasto imperio del mundo, sus restos son ahora impotentes para dominar el nuevo
hemisferio y hasta para mantenerse en el antiguo. ¿Y~~ y amante de la libertad permite
que una vieja serpiente por sólo satisfacer su saña envenenada, devore ta más bella parte
de nuestro globo? ¡Qué! ¿Está Europa sorda al clamor de su propio interés? ¿No tiene ya
ojos para ver la justicia? ¿Tanto se ha endurecido para ser de este modo insensible?
Estas cuestiones cuanto más las medito, más me confunden; llego a pensar que se aspira
a que desaparezca la América, pero es imposible porque toda Europa no es España. ¡Qué
demencia la de nuestra enemiga, pretender reconquistar América, sin marina, sin tesoros
y casi sin soldados! Pues los que tiene, apenas son bastantes para retener a su propio
pueblo en una violenta obediencia, y defenderse de sus vecinos. Por otra parte, ¿podrá
esta nación hacer el comercio exclusivo de la mitad del mundo sin manufacturas. Sin
producciones territoriales, sin artes, sin ciencias, sin política? Lograda que fuese esta
loca empresa, y suponiendo más, aun lograda la pacificación, los hijos de los actuales
americanos únicos con los de los europeos reconquistadores, ¿no volverían a formar
dentro de veinte años los mismos patrióticos designios que ahora se están combatiendo?
Europa haría un bien a España en disuadirla de su obstinada temeridad, porque a lo
menos le ahorrará los gastos que expende, y la sangre que derrama; a fin de que fijando
su atención en sus propios recintos, fundase su prosperidad y poder sobre bases más
sólidas que las de inciertas conquistas, un comercio precario y exacciones violentas en
pueblos remotos, enemigos y poderosos. Europa misma por miras de sana política
debería haber preparado y ejecutado el proyecto de la independencia americana, no sólo
porque el equilibrio del mundo así lo exige, sino porque éste es el medio legítimo y
seguro de adquirirse establecimientos ultramarinos de comercio. Europa que no se halla
agitada por las violentas pasiones de la venganza, ambición y codicia, como España,
parece que estaba autorizada por todas las leyes de la equidad a ilustrarla sobre sus bien
entendidos intereses.
Cuantos escritores han tratado la materia se acordaban en esta parte. En consecuencia,
nosotros esperábamos con razón que todas las naciones cultas se apresurarían a
auxiliarnos, para que adquiriésemos un bien cuyas ventajas son recíprocas a entrambos
hemisferios. Sin embargo, ¡cuán frustradas esperanzas! No sólo los europeos. pero hasta
nuestros hermanas del Norte se han mantenido inmóviles espectadores de esta contienda,
que por su esencia es la más justa, y por sus resultados la más bella e importante de
cuantas se han suscitado en los siglos antiguos y modernos, ¿porque hasta dónde se
puede calcular la trascendencia de la libertad en el hemisferio de Colón?
«La felonía con que Bonaparte —dice usted— prendió a Carlos IV y a Fernando VII,
reyes de esta nación, que tres siglos la aprisionó con traición a dos monarcas de la
América meridional, es un acto manifiesto de retribución divina y, al mismo tiempo, una
prueba de que Dios sostiene la justa causa de los americanos, y les concederá su
independencia».
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Parece que usted quiere aludir al monarca de Méjico Moctezuma, preso por Cortés y
muerto, según Herrera, por el mismo, aunque Solís dice que por el pueblo, y a
Atahualpa, inca del Perú, destruido por Francisco Pizarro y Diego Almagro. Existe tal
diferencia entre la suerte de los reyes españoles y los reyes americanos, que no admiten
comparación; los primeros son tratados con dignidad, conservados, y al fin recobran su
libertad y trono; mientras que los últimos sufren tormentos inauditos y los vilipendios
más vergonzosos. Si a Guatimozín sucesor de Moctezuma, se le trata como emperador, y
le ponen la corona, fue por irrisión y no por respeto, para que experimentase este
escarnio antes que las torturas. Iguales a la suerte de este monarca fueron las del rey de
Michoacán, Catzontzin; el Zipa de Bogotá, y cuantos Toquis, Imas, Zipas, Ulmenes,
Caciques y demás dignidades indianas sucumbieron al poder español. El suceso de
Fernando VII es más semejante al que tuvo lugar en Chile en 1535 con el Ulmén de
Copiapó, entonces reinante en aquella comarca. El español Almagro pretextó, como
Bonaparte, tomar partido por la causa del legítimo soberano y, en consecuencia, llama al
usurpador, como Fernando lo era en España; aparenta restituir al legítimo a sus estados y
termina por encadenar X echar a las llamas al infeliz Ulmén, sin querer ni aún oír su
defensa. Este es el ejemplo de Fernando VII con su usurpador; los reyes europeos sólo
padecen destierros, el Ulmén de Chile termina su vida de un modo atroz.
«Después de algunos meses —añade usted— he hecho muchas reflexiones sobre la
situación de los americanos y sus esperanzas futuras; tomo grande interés en sus
sucesos; pero me faltan muchos informes relativos a su estado actual y a lo que ellos
aspiran; deseo infinitamente saber la política de cada provincia como también su
población; si desean repúblicas o monarquías, si formarán una gran república o una gran
monarquía. Toda noticia de esta especie que usted pueda darme o indicarme las fuentes a
que debo ocurrir, la estimaré como un favor muy particular».
Siempre las almas generosas se interesan en la suerte de un pueblo que se esmera por
recobrar los derechos con que el Creador y la naturaleza le han dotado; y es necesario
estar bien fascinado por el error o por las pasiones para no abrigar esta noble sensación;
usted ha pensado en mi país, y se interesa por él, este acto de benevolencia me inspira el
más vivo reconocimiento.
He dicho la población que se calcula por datos más o menos exactos, que mil
circunstancias hacen fallidos, sin que sea fácil remediar esta inexactitud, porque los más
de los moradores tienen habitaciones campestres, y muchas veces errantes; siendo
labradores, pastores, nómadas, perdidos en medio de espesos e inmensos bosques,
llanuras solitarias, y aislados entre lagos y ríos caudalosos. ¿Quién será capaz de formar
una estadística completa de semejantes comarcas? Además, los tributos que pagan los
indígenas; las penalidades de los esclavos; las primicias, diezmos y derechos que pesan
sobre los labradores, y otros accidentes alejan de sus hogares a los pobres americanos.
Esto sin hacer mención de la guerra de exterminio que ya ha segado cerca de un octavo
de la población, y ha ahuyentado una gran parte; pues entonces las dificultades son
insuperabe
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Todavía es más difícil presentir la suerte futura del Nuevo Mundo, establecer principios
sobre su política, y casi profetizar la naturaleza del gobierno que llegará a adoptar. Toda
idea relativa al porvenir de este país me parece aventurada. ¿Se puede prever cuando el
género humano se hallaba en su infancia rodeado de tanta incertidumbre, ignorancia y
error, cuál seria el régimen que abrazaría para su conservación? ¿Quién se habría
atrevido a decir tal nación será república o monarquía, ésta será pequeña, aquélla
grande? En mi concepto, esta es la imagen de nuestra situación. Nosotros somos un
pequeño género humano; poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares;
nuevos en casi todas las artes y ciencias, aunque en cierto modo viejos en los usos de la
sociedad civil. Yo considero el estado actual de América, como cuando desplomado el
imperio romano cada desmembración formó un sistema político, conforme a sus
intereses y situación, o siguiendo la ambición particular de algunos jefes, familias o
corporaciones, con esta notable diferencia, que aquellos miembros dispersos volvían a
restablecer sus antiguas naciones con las alteraciones que exigían las cosas o los
sucesos; mas nosotros, que apenas conservamos vestigios de lo que en otro tiempo fue, y
que por otra parte no somos indios, ni europeos, sino una especie mezcla entre los
legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles; en suma, siendo nosotros
americanos por nacimiento, y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar a
éstos a los del país, y que mantenernos en él contra la invasión de los invasores; así nos
hallemos en el caso más extraordinario y complicado. No obstante que es una especie de
adivinación indicar cuál será el resultado de la línea de política que América siga, me
atrevo aventurar algunas conjeturas que, desde luego, caracterizo de arbitrarias, dictadas
por un deseo racional, y no por un raciocinio probable.
La posición de los moradores del hemisferio americano, ha sido por siglos puramente
pasiva; su existencia política era nula. Nosotros estábamos en un grado todavía más
abajo de la servidumbre y, por lo mismo, con más dificultad para elevarnos al goce de la
libertad. Permítame usted estas consideraciones para elevar la cuestión. Los Estados son
esclavos por la naturaleza de su constitución o por el abuso de ella; luego un pueblo es
esclavo, cuando el gobierno por su esencia o por sus vicios, holla y usurpa los derechos
del ciudadano o súbdito. Aplicando estos principios, hallaremos que América no
solamente estaba privada de su libertad, sino también de la tiranía activa y dominante.
Me explicaré. En las administraciones absolutas no se reconocen límites en el ejercicio
de las facultades gubernativas: la voluntad del gran sultán, Kan, Bey y demás soberanos
despóticos, es la ley suprema, y ésta, es casi arbitrariamente ejecutada por los bajáes,
kanes y sátrapas subalternos de Turquía y Persia, que tienen organizada una opresión de
que participan los súbditos en razón de la autoridad que se les confía. A ellos está
encargada la administración civil, militar, política, de rentas, y la religión. Pero al fin son
persas los jefes de Ispahán, son turcos los visires del gran señor, son tártaros los sultanes
de la Tartaria. China no envía a buscar mandarines, militares y letrados al país de Gengis
Kan que la conquistó, a pesar de que los actuales chinos son descendientes directos de
los subyugados por los ascendientes de los presentes tártaros.
¡Cuán diferente entre nosotros! Se nos vejaba con una conducta que, además de
privarnos de los derechos que nos correspondían, nos dejaba en una especie de infancia
permanente, con respecto a las transacciones públicas. Si hubiésemos siquiera manejado
nuestros asuntos domésticos en nuestra administración interior, conoceríamos el curso
de los negocios públicos y su mecanismo, moraríamos también de la consideración
personal que impone a los ojos del pueblo cierto respeto maquinal que es tan necesario
conservar en las revoluciones. He aquí por qué he dicho que estábamos privados hasta
de la tiranía activa, pues que no nos está permitido ejercer sus funciones.
Los americanos en el sistema español que está en vigor, y quizá con mayor fuerza que
nunca, no ocupan otro lugar en la sociedad que el de siervos propios para el trabajo y,
cuando más, el de simples consumidores; y aun esta parte coartada con restricciones
chocantes; tales son las prohibiciones del cultivo de frutos de Europa, el estanco de las
producciones que el rey monopoliza, el impedimento de las fábricas que la misma
Península no posee, los privilegios exclusivos del comercio hasta de los objetos de
primera necesidad; las trabas entre provincias y provincias americanas para que no se
traten, entiendan, ni negocien; en fin, ¿quiere usted saber cuál era nuestro destino? Los
campos para cultivar el añil, la grana, el café, la caña, el cacao y el algodón; las llanuras
solitarias para criar ganados, los desiertos para cazar las bestias feroces, las entrañas de
la tierra para excavar el oro que no puede saciar a esa nación avarienta.
Tan negativo era nuestro estado que no encuentro semejante en ninguna otra asociación
civilizada, por más que recorro la serie de las edades y la política de todas las naciones.
Pretender que un país tan felizmente constituido, extenso, rico y populoso sea
meramente pasivo, ¿no es un ultraje y una violación de los derechos de la humanidad?
Estábamos, como acabo de exponer, abstraídos y, digámoslo así, ausentes del universo
en cuanto es relativo a la ciencia del gobierno y administración del Estado. Jamás
éramos virreyes ni gobernadores sino por causas muy extraordinarias; arzobispos y
obispos pocas veces; diplomáticos nunca; militares sólo en calidad de subalternos;
nobles, sin privilegios reales; no éramos, en fin, ni magistrados ni financistas, y casi ni
aun comerciantes; todo en contravención directa de nuestras instituciones.
El emperador Carlos V formó un pacto con los descubridores, conquistadores y
pobladores de América que, como dice Guerra, es nuestro contrato social. Los reyes de
España convinieron solemnemente con ellos que lo ejecutasen por su cuenta y riesgo,
prohibiéndoles hacerlo a costa de la real hacienda, y por esta razón se les concedía que
fuesen señores de la tierra, que organizasen la administración y ejerciesen la judicatura
en apelación; con otras muchas exenciones y privilegios que sería prolijo detallar. El rey
se comprometió a no enajenar jamás las provincias americanas, como que a él no tocaba
otra jurisdicción que la del alto dominio, siendo una especie de propiedad feudal la que
allí tenían los conquistadores para sí y sus descendientes. Al mismo tiempo existen leyes
expresas que favorecen casi exclusivamente a los naturales del país, originarios de
España, en cuanto a los empleos civiles, eclesiásticos y de rentas. Por manera que con
una violación manifiesta de las leyes y de los pactos subsistentes, se han visto despojar
aquellos naturales de la autoridad constitucional que les daba su código.
De cuanto he referido, será fácil colegir que América no estaba preparada, para
desprenderse de la metrópoli, como súbitamente sucedió por el efecto de las ilegítimas
cesiones de Bayona, y por la inicua guerra que la regencia nos declaró sin derecho
alguno para ello no sólo por la falta de justicia, sino también de legitimidad. Sobre la
naturaleza de los gobiernos españoles, sus decretos conminatorios y hostiles, y el curso
entero de su desesperada conducta, hay escritos del mayor mérito en el periódico El
Español, cuyo autor es el señor Blanco; y estando allí esta parte de nuestra historia muy
bien tratada, me limito a indicarlo.
Los americanos han subido de repente y sin los conocimientos previos y, lo que es más
sensible, sin la práctica de los negocios públicos a representar en la escena del mundo
las eminentes dignidades de legisladores, magistrados, administradores del erario,
diplomáticos, generales, y cuantas autoridades supremas y subalternas forman la
jerarquía de un Estado organizado con regularidad.
Cuando las águilas francesas sólo respetaron los muros de la ciudad de Cádiz, y con su
vuelo arrollaron a los frágiles gobiernos de la Península, entonces quedamos en la
orfandad. Ya antes habíamos sido entregados a la merced de un usurpador extranjero.
Después, lisonjeados con la justicia que se nos debía, con esperanzas halagüeñas
siempre burladas; por último, inciertos sobre nuestro destino futuro, y amenazados por la
anarquía, a causa de la falta de un gobierno legítimo, justo y liberal, nos precipitamos en
el caos de la revolución. En el primer momento sólo se cuidó de proveer a la seguridad
interior, contra los enemigos que encerraba nuestro seno. Luego se extendió a la
seguridad exterior; se establecieron autoridades que sustituimos a las que acabábamos de
deponer encargadas de dirigir el curso de nuestra revolución y de aprovechar la
coyuntura feliz en que nos fuese posible fundar un gobierno constitucional digno del
presente siglo y adecuado a nuestra situación.
Todos los nuevos gobiernos marcaron sus primeros pasos con el establecimiento de
juntas populares. Estas formaron en seguida reglamentos para la convocación de
congresos que produjeron alteraciones importantes. Venezuela erigió un gobierno
democrático y federal, declarando previamente los derechos del hombre, manteniendo el
equilibrio de los poderes y estatuyendo leyes generales en favor de la libertad civil, de
imprenta y otras; finalmente, se constituyó un gobierno independiente. La Nueva
Granada siguió con uniformidad los establecimientos políticos y cuantas reformas hizo
Venezuela, poniendo por base fundamental de su Constitución el sistema federal más
exagerado que jamás existió; recientemente se ha mejorado con respecto al poder
ejecutivo general, que ha obtenido cuantas atribuciones le corresponden. Según
entiendo, Buenos Aires y Chile han seguido esta misma línea de operaciones; pero como
nos hallamos a tanta distancia, los documentos son tan raros, y las noticias tan inexactas,
no me animaré ni aun a bosquejar el cuadro de sus transacciones.
Los sucesos de México han sido demasiado varios, complicados, rápidos y desgraciados
para que se puedan seguir en el curso de la revolución. Carecemos, además, de
documentos bastante instructivos, que nos hagan capaces de juzgarlos. Los
independientes de México, por lo que sabemos, dieron principio a su insurrección en
septiembre de 1810, y un año después, ya tenían centralizado su gobierno en Zitácuaro,
instalado allí una junta nacional bajo los auspicios de Fernando VII, en cuyo nombre se
ejercían las funciones gubernativas. Por los acontecimientos de la guerra, esta junta se
trasladó a diferentes lugares, y es verosímil que se haya conservado hasta estos últimos
momentos, con las modificaciones que los sucesos hayan exigido. Se dice que ha creado
un generalísimo o dictador que lo es el ilustre general Morelos; otros hablan del célebre
general Rayón; lo cierto es que uno de estos dos grandes hombres o ambos
separadamente ejercen la autoridad suprema en aquel país; y recientemente ha aparecido
una constitución para el régimen del Estado. En marzo de 1812 el gobierno residente en
Zultepec, presentó un plan de paz y guerra al virrey de México concebido con la más
profunda sabiduría. En él se reclamó el derecho de gentes estableciendo principios de
una exactitud incontestable. Propuso la junta que la guerra se hiciese como entre
hermanos y conciudadanos; pues que no debía ser más cruel que entre naciones
extranjeras; que los derechos de gentes y de guerra, inviolables para los mismos infieles
y bárbaros, debían serlo más para cristianos, sujetos a un soberano y a unas mismas
leyes; que los prisioneros no fuesen tratados como reos de lesa majestad, ni se
degollasen los que rendían las armas, sino que se mantuviesen en rehenes para
canjearlos; que no se entrase a sangre y fuego en las poblaciones pacíficas, no las
diezmasen ni quitasen para sacrificarlas y, concluye, que en caso de no admitirse este
plan, se observarían rigurosamente las represalias. Esta negociación se trató con el más
alto desprecio; no se dio respuesta a la junta nacional; las comunicaciones originales se
quemaron públicamente en la plaza de México, por mano del verdugo; y la guerra de
exterminio continuó por parte de los españoles con su furor acostumbrado, mientras que
los mexicanos y las otras naciones americanas no la hacían, ni aun a muerte con los
prisioneros de guerra que fuesen españoles. Aquí se observa que por causas de
conveniencia se conservó la apariencia de sumisión al rey y aun a la constitución de la
monarquía. Parece que la junta nacional es absolutaen el ejercicio de las funciones
legislativa, ejecutiva y judicial, y el número de sus miembros muy limitado.
Los acontecimientos de la tierra firme nos han probado que las instituciones
perfectamente representativas no son adecuadas a nuestro carácter, costumbres y luces
actuales. En Caracas el espíritu de partido tomó su origen en las sociedades, asambleas y
elecciones populares; y estos partidos nos tornaron a la esclavitud. Y así como
Venezuela ha sido la república americana que más se ha adelantado en sus instituciones
políticas, también ha sido el más claro ejemplo de la ineficacia de la forma demócrata y
federal para nuestros nacientes Estados. En Nueva Granada las excesivas facultades de
los gobiernos provinciales y la falta de centralización en el general han conducido aquel
precioso país al estado a que se ve reducido en el día. Por esta razón sus débiles
enemigos se han conservado contra todas las probabilidades. En tanto que nuestros
compatriotas no adquieran los talentos y las virtudes políticas que distinguen a nuestros
hermanos del Norte, los sistemas enteramente populares, lejos de sernos favorables,
temo mucho que vengan a ser nuestra ruina. Desgraciadamente, estas cualidades parecen
estar muy distantes de nosotros en el grado que se requiere; y por el contrario, estamos
dominados de los vicios que se contraen bajo la dirección de una nación como la
española que sólo ha sobresal ido en fiereza, ambición, venganza y codicia.
Es más difícil, dice Montesquieu, sacar un pueblo de la servidumbre, que subyugar uno
libre. Esta verdad está comprobada por los anales de todos los tiempos, que nos
muestran las más de las naciones libres, sometidas al yugo, y muy pocas de las esclavas
recobrar su libertad. A pesar de este convencimiento, los meridionales de este continente
han manifestado el conato de conseguir instituciones liberales, y aun perfectas; sin duda,
por efecto del instinto que tienen todos los hombres de aspirar a su mejor felicidad
posible; la que se alcanza infaliblemente en las sociedades civiles, cuando ellas están
fundadas sobre las bases de la justicia, de la libertad y de la igualdad. Pero ¿seremos
nosotros capaces de mantener en su verdadero equilibrio la difícil carga de una
República? ¿Se puede concebir que un pueblo recientemente desencadenado, se lance a
la esfera de la libertad, sin que, como a Ícaro, se le deshagan las alas, y recaiga en el
abismo? Tal prodigio es inconcebible, nunca visto. Por consiguiente, no hay un
raciocinio verosímil, que nos halague con esta esperanza.
Yo deseo más que otro alguno ver formar en América la más grande nación del mundo,
menos por su extensión y riquezas que por su libertad y gloria. Aunque aspiro a la
perfección del gobierno de mi patria, no puedo persuadirme que el Nuevo Mundo sea
por el momento regido por una gran república; como es imposible, no me atrevo a
desearlo; y menos deseo aún una monarquía universal de América, porque este proyecto
sin ser útil, es también imposible. Los abusos que actualmente existen no se reformarían,
y nuestra regeneración sería infructuosa. Los Estados americanos han menester de los
cuidados de gobiernos paternales que curen las llagas y las heridas del despotismo y la
guerra. La metrópoli, por ejemplo, sería México, que es la única que puede serlo por su
poder intrínseco, sin el cual no hay metrópoli. Supongamos que fuese el istmo de
Panamá punto céntrico para todos los extremos de este vasto continente, ¿no
continuarían éstos en la languidez, y aún en el desorden actual? Para que un solo
gobierno dé vida, anime, ponga en acción todos los resortes de la prosperidad pública,
corrija, ilustre y perfeccione al Nuevo Mundo sería necesario que tuviese las facultades
de un Dios y, cuando menos, las luces y virtudes de todos los hombres.
El espíritu de partido que al presente agita a nuestros Estados, se encendería entonces
con mayor encono, hallándose ausente la fuente del poder, que únicamente puede
reprimirlo. Además, los magnates de las capitales no sufrirían la preponderancia de los
metropolitanos, a quienes considerarían como a otros tantos tiranos; sus celos llegarían
hasta el punto de comparar a éstos con los odiosos españoles. En fin, una monarquía
semejante sería un coloso deforme, que su propio peso desplomaría a la menor
convulsión.
Mr. de Pradt ha dividido sabiamente a la América en quince o diecisiete Estados
independientes entre sí, gobernados por otros tantos monarcas. Estoy de acuerdo en
cuanto a lo primero, pues la América comporta la creación de diecisiete naciones; en
cuanto a lo segundo, aunque es más fácil conseguirla, es menos útil; y así no soy de la
opinión de las monarquías americanas. He aquí mis razones. El interés bien entendido de
una república se circunscribe en la esfera de su conservación, prosperidad y gloria. No
ejerciendo la libertad imperio, porque es precisamente su opuesto, ningún estímulo
excita a los republicanos a extender los términos de su nación, en detrimiento de sus
propios medios, con el único objeto de hacer participar a sus vecinos de una
Constitución liberal. Ningún derecho adquieren, ninguna ventaja sacan venciéndolos, a
menos que los reduzcan a colonias, conquistas o aliados, siguiendo el ejemplo de Roma.
Máximas y ejemplos tales están en oposición directa con los principios de justicia de los
sistemas republicanos, y aún diré más, en oposición manifiesta con los intereses de sus
ciudadanos; porque un Estado demasiado extenso en sí mismo o por sus dependencias,
al cabo viene en decadencia, y convierte su forma libre en otra tiránica; relaja los
principios que deben conservarla, y ocurre por último al despotismo. El distintivo de las
pequeñas repúblicas es la permanencia; el de las grandes es vario, pero siempre se
inclina al imperio. Casi todas las primeras han tenido una larga duración; de las
segundas sólo Roma se mantuvo algunos siglos, pero fue porque era república la capital
y no lo era el resto de sus dominios que se gobernaban por leyes e instituciones
diferentes.
Muy contraria es la política de un rey, cuya inclinación constan te se dirige al aumento
de sus posesiones, riquezas y facultades; con razón, porque su autoridad crece con estas
adquisiciones, tanto con respecto a sus vecinos, como a sus propios vasallos que temen
en él un poder tan formidable cuanto es su imperio que se conserva por medio de la
guerra y de las conquistas. Por estas razones pienso que los americanos ansiosos de paz,
ciencias, artes, comercio y agricultura, preferirían las repúblicas a los reinos, y me
parece que estos deseos se conforman con las miras de Europa.
No convengo en el sistema federal entre los populares y representativos, por ser
demasiado perfecto y exigir virtudes y talentos políticos muy superiores a los nuestros;
por igual razón rehuso la monarquía mixta de aristocracia y democracia que tanta
fortuna y esplendor ha procurado a Inglaterra. No siéndonos posible lograr entre las
repúblicas y monarquías lo más perfecto y acabado, evitemos caer en anarquías
demagógicas, o en tiranías monócratas. Busquemos un medio entre extremos opuestos
que nos conducirán a los mismos escollos, a la infelicidad y al deshonor. Voy a arriesgar
el resultado de mis cavilaciones sobre la suerte futura de América; no la mejor, sino la
que sea más asequible.
Por la naturaleza de las localidades, riquezas, población y carácter de los mexicanos,
imagino que intentarán al principio establecer una república representativa, en la cual
tenga grandes atribuciones el poder Ejecutivo, concentrándolo en un individuo que, si
desempeña sus funciones con acierto y justicia, casi naturalmente vendrá a conservar
una autoridad vitalicia. Si su incapacidad o violenta administración excita una
conmoción popular que triunfe, ese mismo poder ejecutivo quizás se difundirá en una
asamblea. Si el partido preponderante es militar o aristocrático, exigirá probablemente
una monarquía que al principio será limitada y constitucional, y después inevitablemente
declinará en absoluta; pues debemos convenir en que nada hay más difícil en el orden
político que la conservación de una monarquía mixta; y también es preciso convenir en
que sólo un pueblo tan patriota como el inglés es capaz de contener la autoridad de un
rey, y de sostener el espíritu de libertad bajo un cetro y una corona.
Los Estados del istmo de Panamá hasta Guatemala formarán quizás una asociación. Esta
magnífica posición entre los dos grandes mares, podrá ser con el tiempo el emporio del
universo. Sus canales acortarán las distancias del mundo: estrecharán los lazos
comerciales de Europa, América y Asia; traerán a tan feliz región los tributos de las
cuatro partes del globo. ¡Acaso sólo allí podrá fijarse algún día la capital de la tierra!
Como pretendió Constantino que fuese Bizancio la del antiguo hemisferio.
Nueva Granada se unirá con Venezuela, si llegan a convenirse en formar una república
central, cuya capital sea Maracaibo o una nueva ciudad que con el nombre de Las Casas
(en honor de este héroe de la filantropía), se funde entre los confines de ambos países, en
el soberbio puerto de Bahía Honda. Esta posición aunque desconocida, es más ventajosa
por todos respectos. Su acceso es fácil y su situación tan fuerte, que puede hacerse
inexpugnable. Posee un clima puro y saludable, un territorio tan propio para la
agricultura como para la cría de ganados, y una gran de abundancia de maderas de
construcción. Los salvajes que la habitan serían civilizados, y nuestras posesiones se
aumentarían con la adquisición de la Guajira. Esta nación se llamaría Colombia como
tributo de justicia y gratitud al creador de nuestro hemisferio. Su gobierno podrá imitar
al inglés; con la diferencia de que en lugar de un rey habrá un poder ejecutivo, electivo,
cuando más vitalicio, y jamás hereditario si se quiere república, una cámara o senado
legislativo hereditario, que en las tempestades políticas se interponga entre las olas
populares y los rayos del gobierno, y un cuerpo legislativo de libre elección, sin otras
restricciones que las de la Cámara Baja de Inglaterra. Esta constitución participaría de
todas las formas y yo deseo que no participe de todos los vicios. Como esta es mi patria,
tengo un derecho incontestable para desearla lo que en mi opinión es mejor. Es muy
posible que la Nueva Granada no convenga en el reconocimiento de un gobierno central,
porque es en extremo adicta a la federación; y entonces formará por sí sola un Estado
que, si subsiste, podrá ser muy dichoso por sus grandes recursos de todos géneros.
Poco sabemos de las opiniones que prevalecen en Buenos Aires, Chile y el Perú;
juzgando por lo que se trasluce y por las apariencias, en Buenos Aires habrá un gobierno
central en que los militares se lleven la primacía por consecuencia de sus divisiones
intestinas y guerras externas. Esta constitución degenerará necesariamente en una
oligarquía, o una monocracia, con más o menos restricciones, y cuya denominación
nadie puede adivinar. Sería doloroso que tal caso sucediese, porque aquellos habitantes
son acreedores a la más espléndida gloria.
El reino de Chile está llamado por la naturaleza de su situación, por las costumbres
inocentes y virtuosas de sus moradores, por el ejemplo de sus vecinos, los fieros
republicanos del Arauco, a gozar de las bendiciones que derraman las justas y dulces
leyes de una república. Si alguna permanece largo tiempo en América, me inclino a
pensar que será la chilena. Jamás se ha extinguido allí el espíritu de libertad; los vicios
de Europa y Asia llegarán tarde o nunca a corromper las costumbres de aquel extremo
del universo. Su territorio es limitado; estará siempre fuera del contacto inficionado del
resto de los hombres; no alterará sus leyes, usos y prácticas; preservará su uniformidad
en opiniones políticas y religiosas; en una palabra, Chile puede ser libre.
El Perú, por el contrario, encierra dos elementos enemigos de todo régimen justo y
liberal; oro y esclavos. El primero lo corrompe todo; el segundo está corrompido por sí
mismo. El alma de un siervo rara vez alcanza a apreciar la sana libertad; se enfurece en
los tumultos, o se humilla en las cadenas. Aunque estas reglas serían aplicables a toda la
América, creo que con más justicia las merece Lima por los conceptos que he expuesto,
y por la cooperación que ha prestado a sus señores contra sus propios hermanos los
ilustres hijos de Quito, Chile y Buenos Aires. Es constante que el que aspira a obtener la
libertad, a lo menos lo intenta. Supongo que en Lima no tolerarán los ricos la
democracia, ni los esclavos y pardos libertos la aristocracia; los primeros preferirán la
tiranía de uno solo, por no padecer las persecuciones tumultuarias, y por establecer un
orden siquiera pacífico. Mucho hará si concibe recobrar su independencia.
De todo lo expuesto, podemos deducir estas consecuencias: las provincias americanas se
hallan lidiando por emanciparse, al fin obtendrán el suceso; algunas se constituirán de un
modo regular en repúblicas federales y centrales; se fundarán monarquías casi
inevitablemente en las grandes secciones, y algunas serán tan infelices que devorarán
sus elementos, ya en la actual, ya en las futuras revoluciones, que una gran monarquía
no será fácil consolidar; una gran república imposible.
Es una idea grandiosa pretender formar de todo el mundo nuevo una sola nación con un
solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una
lengua, unas costumbres y una religión debería, por consiguiente, tener un solo gobierno
que confederase los diferentes Estados que hayan de formarse; mas no es posible porque
climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes
dividen a la América. ¡Qué bello sería que el istmo de Panamá fuese para nosotros lo
que el de Corinto para los griegos! Ojalá que algún día tengamos la fortuna de instalar
allí un augusto Congreso de los representantes de las repúblicas, reinos e imperios a
tratar y discutir sobre los altos intereses de la paz y de la guerra, con las naciones de las
otras tres partes del mundo. Esta especie de corporación podrá tener lugar en alguna
época dichosa de nuestra regeneración, otra esperanza es infundada, semejante a la del
abate St. Pierre que concibió el laudable delirio de reunir un Congreso europeo, para
decidir de la suerte de los intereses de aquellas naciones.
«Mutuaciones importantes y felices, continuas pueden ser frecuentemente producidas
por efectos individuales». Los americanos meridionales tienen una tradición que dice:
que cuando Quetzalcoatl, el Hermes, o Buda de la América del Sur resignó su
administración y los abandonó, les prometió que volvería después que los siglos
designados hubiesen pasado, y que él restablecería su gobierno, y renovaría su felicidad.
¿Esta tradición, no opera y excita una convicción de que muy pronto debe volver?
¡Concibe usted cuál será el efecto que producirá, si un individuo apareciendo entre ellos
demostrase los caracteres de Quetzalcoatl, el Buda de bosque, o Mercurio, del cual han
hablado tanto las otras naciones? ¿No cree usted que esto inclinaría todas las partes?
¿No es la unión todo lo que se necesita para ponerlos en estado de expulsar a los
españoles, sus tropas, y los partidarios de la corrompida España, para hacerlos capaces
de establecer un imperio poderoso, con un gobierno libre y leyes benévolas?
Pienso como usted que causas individuales pueden producir resultados generales, sobre
todo en las revoluciones. Pero no es el héroe, gran profeta, o dios del Anáhuac,
Quetzalcoatl, el que es capaz de operar los prodigiosos beneficios que usted propone.
Este personaje es apenas conocido del pueblo mexicano y no ventajosamente; porque tal
es la suerte de los vencidos aunque sean dioses. Sólo los historiadores y literatos se han
ocupado cuidadosamente en investigar su origen, verdadera o falsa misión, sus profecías
y el término de su carrera. Se disputa si fue un apóstol de Cristo o bien pagano. Unos
suponen que su nombre quiere decir Santo Tomás; otros que Culebra Emplumajada; y
otros dicen que es el famoso profeta de Yucatán, Chilan-Cambal. En una palabra, los
más de los autores mexicanos, polémicos e historiadores profanos, han tratado con más
o menos extensión la cuestión sobre el verdadero carácter de Quetzalcoatl. El hecho es,
según dice Acosta, que él establece una religión, cuyos ritos, dogmas y misterios tenían
una admirable afinidad con la de Jesús, y que quizás es la más semejante a ella. No
obstante esto, muchos escritores católicos han procurado alejar la idea de que este
profeta fuese verdadero, sin querer reconocer en él a un Santo Tomás como lo afirman
otros célebres autores. La opinión general es que Quetzalcoatl es un legislador divino
entre los pueblos paganos de Anáhuac, del cual era lugarteniente el gran Moctezuma,
derivando de él su autoridad. De aquí que se infiere que nuestros mexicanos no seguirían
al gentil Quetzalcoatl, aunque apareciese bajo las formas más idénticas y favorables,
pues que profesan una religión la más intolerante y exclusiva de las otras.
Felizmente los directores de la independencia de México se han aprovechado del
fanatismo con el mejor acierto proclamando a la famosa Virgen de Guadalupe por reina
de los patriotas, invocándola en todos los casos arduos y llevándola en sus banderas.
Con esto, el entusiasmo político ha formado una mezcla con la religión que ha
producido un fervor vehemente por la sagrada causa de la libertad. La veneración de esta
imagen en México es superior a la más exaltada que pudiera inspirar el más diestro
profeta.
Seguramente la unión es la que nos falta para completar la obra de nuestra regeneración.
Sin embargo, nuestra división no es extraña, porque tal es el distintivo de las guerras
civiles formadas generalmente entre dos partidos: conservadores y reformadores. Los
primeros son, por lo común, más numerosos, porque el imperio de la costumbre produce
el efecto de la obediencia a las potestades establecidas; los últimos son siempre menos
numerosos aunque más vehementes e ilustrados. De este modo la masa física se
equilibra con la fuerza moral, y la contienda se prolonga, siendo sus resultados muy
inciertos. Por fortuna entre nosotros, la masa ha seguido a la inteligencia.
Yo diré a usted lo que puede ponernos en aptitud de expulsar a los españoles, y de
fundar un gobierno libre. Es la unión, ciertamente; mas esta unión no nos vendrá por
prodigios divinos, sino por efectos sensibles y esfuerzos bien dirigidos. América está
encontrada entre sí, porque se halla abandonada de todas las naciones, aislada en medio
del universo, sin relaciones diplomáticas ni auxilios militares y combatida por España
que posee más elementos para la guerra, que cuantos furtivamente podemos adquirir.
Cuando los sucesos no están asegurados, cuando el Estado es débil, y cuando las
empresas son remotas, todos los hombres vacilan; las opiniones se dividen, las pasiones
las agitan y los enemigos las animan para triunfar por este fácil medio. Luego que
seamos fuertes, bajo los auspicios de una nación liberal que nos preste su protección, se
nos verá de acuerdo cultivar las virtudes y los talentos que conducen a la gloria;
entonces seguiremos la marcha majestuosa hacia las grandes prosperidades a que está
destinada la América meridional; entonces las ciencias y las artes que nacieron en el
Oriente y han ilustrado a Europa, volarán a Colombia libre que las convidará con un
asilo.
Tales son, señor, las observaciones y pensamientos que tengo el honor de someter a
usted para que los rectifique o deseche según su mérito; suplicándole se persuada que
me he atrevido a exponerlos, más por no ser descortés, que porque me crea capaz de
ilustrar a usted en la materia.
Soy de usted, etc., etc.
Kingston, 6 de septiembre de 1815
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