1. La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los
que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son
liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del
aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría. En esta
Exhortación quiero dirigirme a los fieles cristianos, para invitarlos a
una nueva etapa evangelizadora marcada por esa alegría, e indicar
caminos para la marcha de la Iglesia en los próximos años.
I. Alegría que se renueva y se comunica
2. El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta
de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y
avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la
conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios
intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya
no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su
amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes
también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y se
convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida. Ésa no es la opción
de una vida digna y plena, ése no es el deseo de Dios para nosotros, ésa
no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo
resucitado.
3. Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se
encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o,
al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de
intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense
que esta invitación no es para él, porque «nadie queda excluido de la
alegría reportada por el Señor».[1] Al que arriesga, el Señor no lo
defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que
Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos. Éste es el momento
para decirle a Jesucristo: «Señor, me he dejado engañar, de mil maneras
escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza
contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más
entre tus brazos redentores». ¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando
nos hemos perdido! Insisto una vez más: Dios no se cansa nunca de
perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su
misericordia. Aquel que nos invitó a perdonar «setenta veces siete» (Mt
18,22) nos da ejemplo: Él perdona setenta veces siete. Nos vuelve a
cargar sobre sus hombros una y otra vez. Nadie podrá quitarnos la
dignidad que nos otorga este amor infinito e inquebrantable. Él nos
permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca
nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría. No huyamos
de la resurrección de Jesús, nunca nos declaremos muertos, pase lo que
pase. ¡Que nada pueda más que su vida que nos lanza hacia adelante!
4. Los libros del Antiguo Testamento habían preanunciado la alegría de
la salvación, que se volvería desbordante en los tiempos mesiánicos. El
profeta Isaías se dirige al Mesías esperado saludándolo con regocijo:
«Tú multiplicaste la alegría, acrecentaste el gozo» (9,2). Y anima a los
habitantes de Sión a recibirlo entre cantos: «¡Dad gritos de gozo y de
júbilo!» (12,6). A quien ya lo ha visto en el horizonte, el profeta lo
invita a convertirse en mensajero para los demás: «Súbete a un alto
monte, alegre mensajero para Sión, clama con voz poderosa, alegre
mensajero para Jerusalén» (40,9). La creación entera participa de esta
alegría de la salvación: «¡Aclamad, cielos, y exulta, tierra!
¡Prorrumpid, montes, en cantos de alegría! Porque el Señor ha consolado a
su pueblo, y de sus pobres se ha compadecido» (49,13).
Zacarías, viendo el día del Señor, invita a dar vítores al Rey que llega
«pobre y montado en un borrico»: «¡Exulta sin freno, Sión, grita de
alegría, Jerusalén, que viene a ti tu Rey, justo y victorioso!» (Za
9,9).
Pero quizás la invitación más contagiosa sea la del profeta Sofonías,
quien nos muestra al mismo Dios como un centro luminoso de fiesta y de
alegría que quiere comunicar a su pueblo ese gozo salvífico. Me llena de
vida releer este texto: «Tu Dios está en medio de ti, poderoso
salvador. Él exulta de gozo por ti, te renueva con su amor, y baila por
ti con gritos de júbilo» (So 3,17). Es la alegría que se vive en medio
de las pequeñas cosas de la vida cotidiana, como respuesta a la
afectuosa invitación de nuestro Padre Dios: «Hijo, en la medida de tus
posibilidades trátate bien […] No te prives de pasar un buen día» (Si
14,11.14).
¡Cuánta ternura paterna se intuye detrás de estas palabras!
5. El Evangelio, donde deslumbra gloriosa la Cruz de Cristo, invita
insistentemente a la alegría. Bastan algunos ejemplos: «Alégrate» es el
saludo del ángel a María (Lc 1,28). La visita de María a Isabel hace que
Juan salte de alegría en el seno de su madre (cf. Lc 1,41). En su canto
María proclama: «Mi espíritu se estremece de alegría en Dios, mi
salvador» (Lc 1,47). Cuando Jesús comienza su ministerio, Juan exclama:
«Ésta es mi alegría, que ha llegado a su plenitud» (Jn 3,29). Jesús
mismo «se llenó de alegría en el Espíritu Santo» (Lc 10,21). Su mensaje
es fuente de gozo: «Os he dicho estas cosas para que mi alegría esté en
vosotros, y vuestra alegría sea plena» (Jn 15,11). Nuestra alegría
cristiana bebe de la fuente de su corazón rebosante. Él promete a los
discípulos: «Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en
alegría» (Jn 16,20). E insiste: «Volveré a veros y se alegrará vuestro
corazón, y nadie os podrá quitar vuestra alegría» (Jn 16,22). Después
ellos, al verlo resucitado, «se alegraron» (Jn 20,20). El libro de los
Hechos de los Apóstoles cuenta que en la primera comunidad «tomaban el
alimento con alegría» (2,46). Por donde los discípulos pasaban, había
«una gran alegría» (8,8), y ellos, en medio de la persecución, «se
llenaban de gozo» (13,52). Un eunuco, apenas bautizado, «siguió gozoso
su camino» (8,39), y el carcelero «se alegró con toda su familia por
haber creído en Dios» (16,34). ¿Por qué no entrar también nosotros en
ese río de alegría?
6. Hay cristianos cuya opción parece ser la de una Cuaresma sin Pascua.
Pero reconozco que la alegría no se vive del mismo modo en todas las
etapas y circunstancias de la vida, a veces muy duras. Se adapta y se
transforma, y siempre permanece al menos como un brote de luz que nace
de la certeza personal de ser infinitamente amado, más allá de todo.
Comprendo a las personas que tienden a la tristeza por las graves
dificultades que tienen que sufrir, pero poco a poco hay que permitir
que la alegría de la fe comience a despertarse, como una secreta pero
firme confianza, aun en medio de las peores angustias: «Me encuentro
lejos de la paz, he olvidado la dicha […] Pero algo traigo a la memoria,
algo que me hace esperar. Que el amor del Señor no se ha acabado, no se
ha agotado su ternura. Mañana tras mañana se renuevan. ¡Grande es su
fidelidad! […] Bueno es esperar en silencio la salvación del Señor» (Lm
3,17.21-23.26).
7. La tentación aparece frecuentemente bajo forma de excusas y reclamos,
como si debieran darse innumerables condiciones para que sea posible la
alegría. Esto suele suceder porque «la sociedad tecnológica ha logrado
multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil
engendrar la alegría».[2] Puedo decir que los gozos más bellos y
espontáneos que he visto en mis años de vida son los de personas muy
pobres que tienen poco a qué aferrarse. También recuerdo la genuina
alegría de aquellos que, aun en medio de grandes compromisos
profesionales, han sabido conservar un corazón creyente, desprendido y
sencillo. De maneras variadas, esas alegrías beben en la fuente del amor
siempre más grande de Dios que se nos manifestó en Jesucristo. No me
cansaré de repetir aquellas palabras de Benedicto XVI que nos llevan al
centro del Evangelio: «No se comienza a ser cristiano por una decisión
ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con
una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una
orientación decisiva».
8. Sólo gracias a ese encuentro –o reencuentro– con el amor de Dios, que
se convierte en feliz amistad, somos rescatados de nuestra conciencia
aislada y de la autorreferencialidad. Llegamos a ser plenamente humanos
cuando somos más que humanos, cuando le permitimos a Dios que nos lleve
más allá de nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero.
Allí está el manantial de la acción evangelizadora. Porque, si alguien
ha acogido ese amor que le devuelve el sentido de la vida, ¿cómo puede
contener el deseo de comunicarlo a otros?
II. La dulce y confortadora alegría de evangelizar.
9. El bien siempre tiende a comunicarse. Toda experiencia auténtica de
verdad y de belleza busca por sí misma su expansión, y cualquier persona
que viva una profunda liberación adquiere mayor sensibilidad ante las
necesidades de los demás. Comunicándolo, el bien se arraiga y se
desarrolla. Por eso, quien quiera vivir con dignidad y plenitud no tiene
otro camino más que reconocer al otro y buscar su bien. No deberían
asombrarnos entonces algunas expresiones de san Pablo: «El amor de
Cristo nos apremia» (2 Co 5,14); «¡Ay de mí si no anunciara el
Evangelio!» (1 Co 9,16).
10. La propuesta es vivir en un nivel superior, pero no con menor
intensidad: «La vida se acrecienta dándola y se debilita en el
aislamiento y la comodidad. De hecho, los que más disfrutan de la vida
son los que dejan la seguridad de la orilla y se apasionan en la misión
de comunicar vida a los demás».[4] Cuando la Iglesia convoca a la tarea
evangelizadora, no hace más que indicar a los cristianos el verdadero
dinamismo de la realización personal: «Aquí descubrimos otra ley
profunda de la realidad: que la vida se alcanza y madura a medida que se
la entrega para dar vida a los otros. Eso es en definitiva la
misión».[5] Por consiguiente, un evangelizador no debería tener
permanentemente cara de funeral. Recobremos y acrecentemos el fervor,
«la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que
sembrar entre lágrimas […] Y ojalá el mundo actual –que busca a veces
con angustia, a veces con esperanza– pueda así recibir la Buena Nueva,
no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o
ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el
fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de
Cristo».
Una eterna novedad
11. Un anuncio renovado ofrece a los creyentes, también a los tibios o
no practicantes, una nueva alegría en la fe y una fecundidad
evangelizadora. En realidad, su centro y esencia es siempre el mismo: el
Dios que manifestó su amor inmenso en Cristo muerto y resucitado. Él
hace a sus fieles siempre nuevos; aunque sean ancianos, «les renovará el
vigor, subirán con alas como de águila, correrán sin fatigarse y
andarán sin cansarse» (Is 40,31). Cristo es el «Evangelio eterno» (Ap
14,6), y es «el mismo ayer y hoy y para siempre» (Hb 13,8), pero su
riqueza y su hermosura son inagotables. Él es siempre joven y fuente
constante de novedad. La Iglesia no deja de asombrarse por «la
profundidad de la riqueza, de la sabiduría y del conocimiento de Dios»
(Rm 11,33). Decía san Juan de la Cruz: «Esta espesura de sabiduría y
ciencia de Dios es tan profunda e inmensa, que, aunque más el alma sepa
de ella, siempre puede entrar más adentro». O bien, como afirmaba san
Ireneo: «[Cristo], en su venida, ha traído consigo toda novedad». Él
siempre puede, con su novedad, renovar nuestra vida y nuestra comunidad
y, aunque atraviese épocas oscuras y debilidades eclesiales, la
propuesta cristiana nunca envejece. Jesucristo también puede romper los
esquemas aburridos en los cuales pretendemos encerrarlo y nos sorprende
con su constante creatividad divina. Cada vez que intentamos volver a la
fuente y recuperar la frescura original del Evangelio, brotan nuevos
caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más
elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo
actual. En realidad, toda auténtica acción evangelizadora es siempre
«nueva».
12. Si bien esta misión nos reclama una entrega generosa, sería un error
entenderla como una heroica tarea personal, ya que la obra es ante todo
de Él, más allá de lo que podamos descubrir y entender. Jesús es «el
primero y el más grande evangelizador».[9] En cualquier forma de
evangelización el primado es siempre de Dios, que quiso llamarnos a
colaborar con Él e impulsarnos con la fuerza de su Espíritu. La
verdadera novedad es la que Dios mismo misteriosamente quiere producir,
la que Él inspira, la que Él provoca, la que Él orienta y acompaña de
mil maneras. En toda la vida de la Iglesia debe manifestarse siempre que
la iniciativa es de Dios, que «Él nos amó primero» (1 Jn 4,19) y que
«es Dios quien hace crecer» (1 Co 3,7). Esta convicción nos permite
conservar la alegría en medio de una tarea tan exigente y desafiante que
toma nuestra vida por entero. Nos pide todo, pero al mismo tiempo nos
ofrece todo.
13. Tampoco deberíamos entender la novedad de esta misión como un
desarraigo, como un olvido de la historia viva que nos acoge y nos lanza
hacia adelante. La memoria es una dimensión de nuestra fe que podríamos
llamar «deuteronómica», en analogía con la memoria de Israel. Jesús nos
deja la Eucaristía como memoria cotidiana de la Iglesia, que nos
introduce cada vez más en la Pascua (cf. Lc 22,19). La alegría
evangelizadora siempre brilla sobre el trasfondo de la memoria
agradecida: es una gracia que necesitamos pedir. Los Apóstoles jamás
olvidaron el momento en que Jesús les tocó el corazón: «Era alrededor de
las cuatro de la tarde» (Jn 1,39). Junto con Jesús, la memoria nos hace
presente «una verdadera nube de testigos» (Hb 12,1). Entre ellos, se
destacan algunas personas que incidieron de manera especial para hacer
brotar nuestro gozo creyente: «Acordaos de aquellos dirigentes que os
anunciaron la Palabra de Dios» (Hb 13,7). A veces se trata de personas
sencillas y cercanas que nos iniciaron en la vida de la fe: «Tengo
presente la sinceridad de tu fe, esa fe que tuvieron tu abuela Loide y
tu madre Eunice» (2 Tm 1,5). El creyente es fundamentalmente
«memorioso».
III. La nueva evangelización para la transmisión de la fe
14. En la escucha del Espíritu, que nos ayuda a reconocer
comunitariamente los signos de los tiempos, del 7 al 28 de octubre de
2012 se celebró la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los
Obispos sobre el tema La nueva evangelización para la transmisión de la
fe cristiana. Allí se recordó que la nueva evangelización convoca a
todos y se realiza fundamentalmente en tres ámbitos. En primer
lugar, mencionemos el ámbito de la pastoral ordinaria, «animada por el
fuego del Espíritu, para encender los corazones de los fieles que
regularmente frecuentan la comunidad y que se reúnen en el día del Señor
para nutrirse de su Palabra y del Pan de vida eterna».[11] También se
incluyen en este ámbito los fieles que conservan una fe católica intensa
y sincera, expresándola de diversas maneras, aunque no participen
frecuentemente del culto. Esta pastoral se orienta al crecimiento de los
creyentes, de manera que respondan cada vez mejor y con toda su vida al
amor de Dios.
En segundo lugar, recordemos el ámbito de «las personas bautizadas que
no viven las exigencias del Bautismo», no tienen una pertenencia
cordial a la Iglesia y ya no experimentan el consuelo de la fe. La
Iglesia, como madre siempre atenta, se empeña para que vivan una
conversión que les devuelva la alegría de la fe y el deseo de
comprometerse con el Evangelio.
Finalmente, remarquemos que la evangelización está esencialmente
conectada con la proclamación del Evangelio a quienes no conocen a
Jesucristo o siempre lo han rechazado. Muchos de ellos buscan a Dios
secretamente, movidos por la nostalgia de su rostro, aun en países de
antigua tradición cristiana. Todos tienen el derecho de recibir el
Evangelio. Los cristianos tienen el deber de anunciarlo sin excluir a
nadie, no como quien impone una nueva obligación, sino como quien
comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete
deseable. La Iglesia no crece por proselitismo sino «por atracción».
15. Juan Pablo II nos invitó a reconocer que «es necesario mantener viva
la solicitud por el anuncio» a los que están alejados de Cristo,
«porque ésta es la tarea primordial de la Iglesia». La actividad
misionera «representa aún hoy día el mayor desafío para la Iglesia» y
«la causa misionera debe ser la primera». ¿Qué sucedería si nos
tomáramos realmente en serio esas palabras? Simplemente reconoceríamos
que la salida misionera es el paradigma de toda obra de la Iglesia. En
esta línea, los Obispos latinoamericanos afirmaron que ya «no podemos
quedarnos tranquilos en espera pasiva en nuestros templos»y que
hace falta pasar «de una pastoral de mera conservación a una pastoral
decididamente misionera». Esta tarea sigue siendo la fuente de las
mayores alegrías para la Iglesia: «Habrá más gozo en el cielo por un
solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no
necesitan convertirse» (Lc 15,7).
Propuesta y límites de esta Exhortación
16. Acepté con gusto el pedido de los Padres sinodales de redactar esta
Exhortación.[19] Al hacerlo, recojo la riqueza de los trabajos del
Sínodo. También he consultado a diversas personas, y procuro además
expresar las preocupaciones que me mueven en este momento concreto de la
obra evangelizadora de la Iglesia. Son innumerables los temas
relacionados con la evangelización en el mundo actual que podrían
desarrollarse aquí. Pero he renunciado a tratar detenidamente esas
múltiples cuestiones que deben ser objeto de estudio y cuidadosa
profundización. Tampoco creo que deba esperarse del magisterio papal una
palabra definitiva o completa sobre todas las cuestiones que afectan a
la Iglesia y al mundo. No es conveniente que el Papa reemplace a los
episcopados locales en el discernimiento de todas las problemáticas que
se plantean en sus territorios. En este sentido, percibo la necesidad de
avanzar en una saludable «descentralización».
17. Aquí he optado por proponer algunas líneas que puedan alentar y
orientar en toda la Iglesia una nueva etapa evangelizadora, llena de
fervor y dinamismo. Dentro de ese marco, y en base a la doctrina de la
Constitución dogmática Lumen gentium, decidí, entre otros temas,
detenerme largamente en las siguientes cuestiones:
a) La reforma de la Iglesia en salida misionera.
b) Las tentaciones de los agentes pastorales.
c) La Iglesia entendida como la totalidad del Pueblo de Dios que evangeliza.
d) La homilía y su preparación.
e) La inclusión social de los pobres.
f) La paz y el diálogo social.
g) Las motivaciones espirituales para la tarea misionera.
18. Me extendí en esos temas con un desarrollo que quizá podrá pareceros
excesivo. Pero no lo hice con la intención de ofrecer un tratado, sino
sólo para mostrar la importante incidencia práctica de esos asuntos en
la tarea actual de la Iglesia. Todos ellos ayudan a perfilar un
determinado estilo evangelizador que invito a asumir en cualquier
actividad que se realice. Y así, de esta manera, podamos acoger, en
medio de nuestro compromiso diario, la exhortación de la Palabra de
Dios: «Alegraos siempre en el Señor. Os lo repito, ¡alegraos!» (Flp
4,4).
CAPÍTULO PRIMERO
LA TRANSFORMACIÓN MISIONERA DE LA IGLESIA
19. La evangelización obedece al mandato misionero de Jesús: «Id y haced
que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre
del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo
lo que os he mandado» (Mt 28,19-20). En estos versículos se presenta el
momento en el cual el Resucitado envía a los suyos a predicar el
Evangelio en todo tiempo y por todas partes, de manera que la fe en Él
se difunda en cada rincón de la tierra.
I. Una Iglesia en salida
20. En la Palabra de Dios aparece permanentemente este dinamismo de
«salida» que Dios quiere provocar en los creyentes. Abraham aceptó el
llamado a salir hacia una tierra nueva (cf. Gn 12,1-3). Moisés escuchó
el llamado de Dios: «Ve, yo te envío» (Ex 3,10), e hizo salir al pueblo
hacia la tierra de la promesa (cf. Ex 3,17). A Jeremías le dijo:
«Adondequiera que yo te envíe irás» (Jr 1,7). Hoy, en este «id» de
Jesús, están presentes los escenarios y los desafíos siempre nuevos de
la misión evangelizadora de la Iglesia, y todos somos llamados a esta
nueva «salida» misionera. Cada cristiano y cada comunidad discernirá
cuál es el camino que el Señor le pide, pero todos somos invitados a
aceptar este llamado: salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a
todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio.
21. La alegría del Evangelio que llena la vida de la comunidad de los
discípulos es una alegría misionera. La experimentan los setenta y dos
discípulos, que regresan de la misión llenos de gozo (cf. Lc 10,17). La
vive Jesús, que se estremece de gozo en el Espíritu Santo y alaba al
Padre porque su revelación alcanza a los pobres y pequeñitos (cf. Lc
10,21). La sienten llenos de admiración los primeros que se convierten
al escuchar predicar a los Apóstoles «cada uno en su propia lengua» (Hch
2,6) en Pentecostés. Esa alegría es un signo de que el Evangelio ha
sido anunciado y está dando fruto. Pero siempre tiene la dinámica del
éxodo y del don, del salir de sí, del caminar y sembrar siempre de
nuevo, siempre más allá. El Señor dice: «Vayamos a otra parte, a
predicar también en las poblaciones vecinas, porque para eso he salido»
(Mc 1,38). Cuando está sembrada la semilla en un lugar, ya no se detiene
para explicar mejor o para hacer más signos allí, sino que el Espíritu
lo mueve a salir hacia otros pueblos.
22. La Palabra tiene en sí una potencialidad que no podemos predecir. El
Evangelio habla de una semilla que, una vez sembrada, crece por sí sola
también cuando el agricultor duerme (cf. Mc 4,26-29). La Iglesia debe
aceptar esa libertad inaferrable de la Palabra, que es eficaz a su
manera, y de formas muy diversas que suelen superar nuestras previsiones
y romper nuestros esquemas.
23. La intimidad de la Iglesia con Jesús es una intimidad itinerante, y
la comunión «esencialmente se configura como comunión misionera».[20]
Fiel al modelo del Maestro, es vital que hoy la Iglesia salga a anunciar
el Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas las ocasiones, sin
demoras, sin asco y sin miedo. La alegría del Evangelio es para todo el
pueblo, no puede excluir a nadie. Así se lo anuncia el ángel a los
pastores de Belén: «No temáis, porque os traigo una Buena Noticia, una
gran alegría para todo el pueblo» (Lc 2,10). El Apocalipsis se refiere a
«una Buena Noticia, la eterna, la que él debía anunciar a los
habitantes de la tierra, a toda nación, familia, lengua y pueblo» (Ap
14,6).
Primerear, involucrarse, acompañar, fructificar y festejar
24. La Iglesia en salida es la comunidad de discípulos misioneros que
primerean, que se involucran, que acompañan, que fructifican y festejan.
«Primerear»: sepan disculpar este neologismo. La comunidad
evangelizadora experimenta que el Señor tomó la iniciativa, la ha
primereado en el amor (cf. 1 Jn 4,10); y, por eso, ella sabe
adelantarse, tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro, buscar a
los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los
excluidos. Vive un deseo inagotable de brindar misericordia, fruto de
haber experimentado la infinita misericordia del Padre y su fuerza
difusiva. ¡Atrevámonos un poco más a primerear! Como consecuencia, la
Iglesia sabe «involucrarse». Jesús lavó los pies a sus discípulos. El
Señor se involucra e involucra a los suyos, poniéndose de rodillas ante
los demás para lavarlos. Pero luego dice a los discípulos: «Seréis
felices si hacéis esto» (Jn 13,17). La comunidad evangelizadora se mete
con obras y gestos en la vida cotidiana de los demás, achica distancias,
se abaja hasta la humillación si es necesario, y asume la vida humana,
tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo. Los evangelizadores
tienen así «olor a oveja» y éstas escuchan su voz. Luego, la comunidad
evangelizadora se dispone a «acompañar». Acompaña a la humanidad en
todos sus procesos, por más duros y prolongados que sean. Sabe de
esperas largas y de aguante apostólico. La evangelización tiene mucho de
paciencia, y evita maltratar límites. Fiel al don del Señor, también
sabe «fructificar». La comunidad evangelizadora siempre está atenta a
los frutos, porque el Señor la quiere fecunda. Cuida el trigo y no
pierde la paz por la cizaña. El sembrador, cuando ve despuntar la cizaña
en medio del trigo, no tiene reacciones quejosas ni alarmistas.
Encuentra la manera de que la Palabra se encarne en una situación
concreta y dé frutos de vida nueva, aunque en apariencia sean
imperfectos o inacabados. El discípulo sabe dar la vida entera y jugarla
hasta el martirio como testimonio de Jesucristo, pero su sueño no es
llenarse de enemigos, sino que la Palabra sea acogida y manifieste su
potencia liberadora y renovadora. Por último, la comunidad
evangelizadora gozosa siempre sabe «festejar». Celebra y festeja cada
pequeña victoria, cada paso adelante en la evangelización. La
evangelización gozosa se vuelve belleza en la liturgia en medio de la
exigencia diaria de extender el bien. La Iglesia evangeliza y se
evangeliza a sí misma con la belleza de la liturgia, la cual también es
celebración de la actividad evangelizadora y fuente de un renovado
impulso donativo.
II. Pastoral en conversión
25. No ignoro que hoy los documentos no despiertan el mismo interés que
en otras épocas, y son rápidamente olvidados. No obstante, destaco que
lo que trataré de expresar aquí tiene un sentido programático y
consecuencias importantes. Espero que todas las comunidades procuren
poner los medios necesarios para avanzar en el camino de una conversión
pastoral y misionera, que no puede dejar las cosas como están. Ya no nos
sirve una «simple administración». Constituyámonos en todas las
regiones de la tierra en un «estado permanente de misión».
26. Pablo VI invitó a ampliar el llamado a la renovación, para expresar
con fuerza que no se dirige sólo a los individuos aislados, sino a la
Iglesia entera. Recordemos este memorable texto que no ha perdido su
fuerza interpelante: «La Iglesia debe profundizar en la conciencia de sí
misma, debe meditar sobre el misterio que le es propio […] De esta
iluminada y operante conciencia brota un espontáneo deseo de comparar la
imagen ideal de la Iglesia -tal como Cristo la vio, la quiso y la amó
como Esposa suya santa e inmaculada (cf. Ef 5,27)- y el rostro real que
hoy la Iglesia presenta […] Brota, por lo tanto, un anhelo generoso y
casi impaciente de renovación, es decir, de enmienda de los defectos que
denuncia y refleja la conciencia, a modo de examen interior, frente al
espejo del modelo que Cristo nos dejó de sí»
El Concilio Vaticano II presentó la conversión eclesial como la apertura
a una permanente reforma de sí por fidelidad a Jesucristo: «Toda la
renovación de la Iglesia consiste esencialmente en el aumento de la
fidelidad a su vocación […] Cristo llama a la Iglesia peregrinante hacia
una perenne reforma, de la que la Iglesia misma, en cuanto institución
humana y terrena, tiene siempre necesidad».
Hay estructuras eclesiales que pueden llegar a condicionar un dinamismo
evangelizador; igualmente las buenas estructuras sirven cuando hay una
vida que las anima, las sostiene y las juzga. Sin vida nueva y auténtico
espíritu evangélico, sin «fidelidad de la Iglesia a la propia
vocación», cualquier estructura nueva se corrompe en poco tiempo.
Una impostergable renovación eclesial
27. Sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que
las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda
estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la
evangelización del mundo actual más que para la autopreservación. La
reforma de estructuras que exige la conversión pastoral sólo puede
entenderse en este sentido: procurar que todas ellas se vuelvan más
misioneras, que la pastoral ordinaria en todas sus instancias sea más
expansiva y abierta, que coloque a los agentes pastorales en constante
actitud de salida y favorezca así la respuesta positiva de todos
aquellos a quienes Jesús convoca a su amistad. Como decía Juan Pablo II a
los Obispos de Oceanía, «toda renovación en el seno de la Iglesia debe
tender a la misión como objetivo para no caer presa de una especie de
introversión eclesial».
28. La parroquia no es una estructura caduca; precisamente porque tiene
una gran plasticidad, puede tomar formas muy diversas que requieren la
docilidad y la creatividad misionera del Pastor y de la comunidad.
Aunque ciertamente no es la única institución evangelizadora, si es
capaz de reformarse y adaptarse continuamente, seguirá siendo «la misma
Iglesia que vive entre las casas de sus hijos y de sus hijas». Esto
supone que realmente esté en contacto con los hogares y con la vida del
pueblo, y no se convierta en una prolija estructura separada de la gente
o en un grupo de selectos que se miran a sí mismos. La parroquia es
presencia eclesial en el territorio, ámbito de la escucha de la Palabra,
del crecimiento de la vida cristiana, del diálogo, del anuncio, de la
caridad generosa, de la adoración y la celebración.[27] A través de
todas sus actividades, la parroquia alienta y forma a sus miembros para
que sean agentes de evangelización.[28] Es comunidad de comunidades,
santuario donde los sedientos van a beber para seguir caminando, y
centro de constante envío misionero. Pero tenemos que reconocer que el
llamado a la revisión y renovación de las parroquias todavía no ha dado
suficientes frutos en orden a que estén todavía más cerca de la gente,
que sean ámbitos de viva comunión y participación, y se orienten
completamente a la misión.
29. Las demás instituciones eclesiales, comunidades de base y pequeñas
comunidades, movimientos y otras formas de asociación, son una riqueza
de la Iglesia que el Espíritu suscita para evangelizar todos los
ambientes y sectores. Muchas veces aportan un nuevo fervor evangelizador
y una capacidad de diálogo con el mundo que renuevan a la Iglesia. Pero
es muy sano que no pierdan el contacto con esa realidad tan rica de la
parroquia del lugar, y que se integren gustosamente en la pastoral
orgánica de la Iglesia particular.[29] Esta integración evitará que se
queden sólo con una parte del Evangelio y de la Iglesia, o que se
conviertan en nómadas sin raíces.
30. Cada Iglesia particular, porción de la Iglesia católica bajo la guía
de su obispo, también está llamada a la conversión misionera. Ella es
el sujeto primario de la evangelización,[30] ya que es la manifestación
concreta de la única Iglesia en un lugar del mundo, y en ella
«verdaderamente está y obra la Iglesia de Cristo, que es Una, Santa,
Católica y Apostólica».[31] Es la Iglesia encarnada en un espacio
determinado, provista de todos los medios de salvación dados por Cristo,
pero con un rostro local. Su alegría de comunicar a Jesucristo se
expresa tanto en su preocupación por anunciarlo en otros lugares más
necesitados como en una salida constante hacia las periferias de su
propio territorio o hacia los nuevos ámbitos socioculturales.[32]
Procura estar siempre allí donde hace más falta la luz y la vida del
Resucitado.[33] En orden a que este impulso misionero sea cada vez más
intenso, generoso y fecundo, exhorto también a cada Iglesia particular a
entrar en un proceso decidido de discernimiento, purificación y
reforma.
31. El obispo siempre debe fomentar la comunión misionera en su Iglesia
diocesana siguiendo el ideal de las primeras comunidades cristianas,
donde los creyentes tenían un solo corazón y una sola alma (cf. Hch
4,32). Para eso, a veces estará delante para indicar el camino y cuidar
la esperanza del pueblo, otras veces estará simplemente en medio de
todos con su cercanía sencilla y misericordiosa, y en ocasiones deberá
caminar detrás del pueblo para ayudar a los rezagados y, sobre todo,
porque el rebaño mismo tiene su olfato para encontrar nuevos caminos. En
su misión de fomentar una comunión dinámica, abierta y misionera,
tendrá que alentar y procurar la maduración de los mecanismos de
participación que propone el Código de Derecho Canónico[34] y otras
formas de diálogo pastoral, con el deseo de escuchar a todos y no sólo a
algunos que le acaricien los oídos. Pero el objetivo de estos procesos
participativos no será principalmente la organización eclesial, sino el
sueño misionero de llegar a todos.
32. Dado que estoy llamado a vivir lo que pido a los demás, también debo
pensar en una conversión del papado. Me corresponde, como Obispo de
Roma, estar abierto a las sugerencias que se orienten a un ejercicio de
mi ministerio que lo vuelva más fiel al sentido que Jesucristo quiso
darle y a las necesidades actuales de la evangelización. El Papa Juan
Pablo II pidió que se le ayudara a encontrar «una forma del ejercicio
del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su
misión, se abra a una situación nueva».[35] Hemos avanzado poco en ese
sentido. También el papado y las estructuras centrales de la Iglesia
universal necesitan escuchar el llamado a una conversión pastoral. El
Concilio Vaticano II expresó que, de modo análogo a las antiguas
Iglesias patriarcales, las Conferencias episcopales pueden «desarrollar
una obra múltiple y fecunda, a fin de que el afecto colegial tenga una
aplicación concreta».[36] Pero este deseo no se realizó plenamente, por
cuanto todavía no se ha explicitado suficientemente un estatuto de las
Conferencias episcopales que las conciba como sujetos de atribuciones
concretas, incluyendo también alguna auténtica autoridad doctrinal.[37]
Una excesiva centralización, más que ayudar, complica la vida de la
Iglesia y su dinámica misionera.
33. La pastoral en clave de misión pretende abandonar el cómodo criterio
pastoral del «siempre se ha hecho así». Invito a todos a ser audaces y
creativos en esta tarea de repensar los objetivos, las estructuras, el
estilo y los métodos evangelizadores de las propias comunidades. Una
postulación de los fines sin una adecuada búsqueda comunitaria de los
medios para alcanzarlos está condenada a convertirse en mera fantasía.
Exhorto a todos a aplicar con generosidad y valentía las orientaciones
de este documento, sin prohibiciones ni miedos. Lo importante es no
caminar solos, contar siempre con los hermanos y especialmente con la
guía de los obispos, en un sabio y realista discernimiento pastoral.
III. Desde el corazón del Evangelio
34. Si pretendemos poner todo en clave misionera, esto también vale para
el modo de comunicar el mensaje. En el mundo de hoy, con la velocidad
de las comunicaciones y la selección interesada de contenidos que
realizan los medios, el mensaje que anunciamos corre más que nunca el
riesgo de aparecer mutilado y reducido a algunos de sus aspectos
secundarios. De ahí que algunas cuestiones que forman parte de la
enseñanza moral de la Iglesia queden fuera del contexto que les da
sentido. El problema mayor se produce cuando el mensaje que anunciamos
aparece entonces identificado con esos aspectos secundarios que, sin
dejar de ser importantes, por sí solos no manifiestan el corazón del
mensaje de Jesucristo. Entonces conviene ser realistas y no dar por
supuesto que nuestros interlocutores conocen el trasfondo completo de lo
que decimos o que pueden conectar nuestro discurso con el núcleo
esencial del Evangelio que le otorga sentido, hermosura y atractivo.
35. Una pastoral en clave misionera no se obsesiona por la transmisión
desarticulada de una multitud de doctrinas que se intenta imponer a
fuerza de insistencia. Cuando se asume un objetivo pastoral y un estilo
misionero, que realmente llegue a todos sin excepciones ni exclusiones,
el anuncio se concentra en lo esencial, que es lo más bello, lo más
grande, lo más atractivo y al mismo tiempo lo más necesario. La
propuesta se simplifica, sin perder por ello profundidad y verdad, y así
se vuelve más contundente y radiante.
36. Todas las verdades reveladas proceden de la misma fuente divina y
son creídas con la misma fe, pero algunas de ellas son más importantes
por expresar más directamente el corazón del Evangelio. En este núcleo
fundamental lo que resplandece es la belleza del amor salvífico de Dios
manifestado en Jesucristo muerto y resucitado. En este sentido, el
Concilio Vaticano II explicó que «hay un orden o “jerarquía” en las
verdades en la doctrina católica, por ser diversa su conexión con el
fundamento de la fe cristiana».[38] Esto vale tanto para los dogmas de
fe como para el conjunto de las enseñanzas de la Iglesia, e incluso para
la enseñanza moral.
37. Santo Tomás de Aquino enseñaba que en el mensaje moral de la Iglesia
también hay una jerarquía, en las virtudes y en los actos que de ellas
proceden.[39] Allí lo que cuenta es ante todo «la fe que se hace activa
por la caridad» (Ga 5,6). Las obras de amor al prójimo son la
manifestación externa más perfecta de la gracia interior del Espíritu:
«La principalidad de la ley nueva está en la gracia del Espíritu Santo,
que se manifiesta en la fe que obra por el amor».[40] Por ello explica
que, en cuanto al obrar exterior, la misericordia es la mayor de todas
las virtudes: «En sí misma la misericordia es la más grande de las
virtudes, ya que a ella pertenece volcarse en otros y, más aún, socorrer
sus deficiencias. Esto es peculiar del superior, y por eso se tiene
como propio de Dios tener misericordia, en la cual resplandece su
omnipotencia de modo máximo».
38. Es importante sacar las consecuencias pastorales de la enseñanza
conciliar, que recoge una antigua convicción de la Iglesia. Ante todo
hay que decir que en el anuncio del Evangelio es necesario que haya una
adecuada proporción. Ésta se advierte en la frecuencia con la cual se
mencionan algunos temas y en los acentos que se ponen en la predicación.
Por ejemplo, si un párroco a lo largo de un año litúrgico habla diez
veces sobre la templanza y sólo dos o tres veces sobre la caridad o la
justicia, se produce una desproporción donde las que se ensombrecen son
precisamente aquellas virtudes que deberían estar más presentes en la
predicación y en la catequesis. Lo mismo sucede cuando se habla más de
la ley que de la gracia, más de la Iglesia que de Jesucristo, más del
Papa que de la Palabra de Dios.
39. Así como la organicidad entre las virtudes impide excluir alguna de
ellas del ideal cristiano, ninguna verdad es negada. No hay que mutilar
la integralidad del mensaje del Evangelio. Es más, cada verdad se
comprende mejor si se la pone en relación con la armoniosa totalidad del
mensaje cristiano, y en ese contexto todas las verdades tienen su
importancia y se iluminan unas a otras. Cuando la predicación es fiel al
Evangelio, se manifiesta con claridad la centralidad de algunas
verdades y queda claro que la predicación moral cristiana no es una
ética estoica, es más que una ascesis, no es una mera filosofía práctica
ni un catálogo de pecados y errores. El Evangelio invita ante todo a
responder al Dios amante que nos salva, reconociéndolo en los demás y
saliendo de nosotros mismos para buscar el bien de todos. ¡Esa
invitación en ninguna circunstancia se debe ensombrecer! Todas las
virtudes están al servicio de esta respuesta de amor. Si esa invitación
no brilla con fuerza y atractivo, el edificio moral de la Iglesia corre
el riesgo de convertirse en un castillo de naipes, y allí está nuestro
peor peligro. Porque no será propiamente el Evangelio lo que se anuncie,
sino algunos acentos doctrinales o morales que proceden de determinadas
opciones ideológicas. El mensaje correrá el riesgo de perder su
frescura y dejará de tener «olor a Evangelio».
IV. La misión que se encarna en los límites humanos
40. La Iglesia, que es discípula misionera, necesita crecer en su
interpretación de la Palabra revelada y en su comprensión de la verdad.
La tarea de los exégetas y de los teólogos ayuda a «madurar el juicio de
la Iglesia».[42] De otro modo también lo hacen las demás ciencias.
Refiriéndose a las ciencias sociales, por ejemplo, Juan Pablo II ha
dicho que la Iglesia presta atención a sus aportes «para sacar
indicaciones concretas que le ayuden a desempeñar su misión de
Magisterio».[43] Además, en el seno de la Iglesia hay innumerables
cuestiones acerca de las cuales se investiga y se reflexiona con amplia
libertad. Las distintas líneas de pensamiento filosófico, teológico y
pastoral, si se dejan armonizar por el Espíritu en el respeto y el amor,
también pueden hacer crecer a la Iglesia, ya que ayudan a explicitar
mejor el riquísimo tesoro de la Palabra. A quienes sueñan con una
doctrina monolítica defendida por todos sin matices, esto puede
parecerles una imperfecta dispersión. Pero la realidad es que esa
variedad ayuda a que se manifiesten y desarrollen mejor los diversos
aspectos de la inagotable riqueza del Evangelio.
41. Al mismo tiempo, los enormes y veloces cambios culturales requieren
que prestemos una constante atención para intentar expresar las verdades
de siempre en un lenguaje que permita advertir su permanente novedad.
Pues en el depósito de la doctrina cristiana «una cosa es la substancia
[…] y otra la manera de formular su expresión».[45] A veces, escuchando
un lenguaje completamente ortodoxo, lo que los fieles reciben, debido al
lenguaje que ellos utilizan y comprenden, es algo que no responde al
verdadero Evangelio de Jesucristo. Con la santa intención de
comunicarles la verdad sobre Dios y sobre el ser humano, en algunas
ocasiones les damos un falso dios o un ideal humano que no es
verdaderamente cristiano. De ese modo, somos fieles a una formulación,
pero no entregamos la substancia. Ése es el riesgo más grave. Recordemos
que «la expresión de la verdad puede ser multiforme, y la renovación de
las formas de expresión se hace necesaria para transmitir al hombre de
hoy el mensaje evangélico en su inmutable significado».
42. Esto tiene una gran incidencia en el anuncio del Evangelio si de
verdad tenemos el propósito de que su belleza pueda ser mejor percibida y
acogida por todos. De cualquier modo, nunca podremos convertir las
enseñanzas de la Iglesia en algo fácilmente comprendido y felizmente
valorado por todos. La fe siempre conserva un aspecto de cruz, alguna
oscuridad que no le quita la firmeza de su adhesión. Hay cosas que sólo
se comprenden y valoran desde esa adhesión que es hermana del amor, más
allá de la claridad con que puedan percibirse las razones y argumentos.
Por ello, cabe recordar que todo adoctrinamiento ha de situarse en la
actitud evangelizadora que despierte la adhesión del corazón con la
cercanía, el amor y el testimonio.
43. En su constante discernimiento, la Iglesia también puede llegar a
reconocer costumbres propias no directamente ligadas al núcleo del
Evangelio, algunas muy arraigadas a lo largo de la historia, que hoy ya
no son interpretadas de la misma manera y cuyo mensaje no suele ser
percibido adecuadamente. Pueden ser bellas, pero ahora no prestan el
mismo servicio en orden a la transmisión del Evangelio. No tengamos
miedo de revisarlas. Del mismo modo, hay normas o preceptos eclesiales
que pueden haber sido muy eficaces en otras épocas pero que ya no tienen
la misma fuerza educativa como cauces de vida. Santo Tomás de Aquino
destacaba que los preceptos dados por Cristo y los Apóstoles al Pueblo
de Dios «son poquísimos».[47] Citando a san Agustín, advertía que los
preceptos añadidos por la Iglesia posteriormente deben exigirse con
moderación «para no hacer pesada la vida a los fieles» y convertir
nuestra religión en una esclavitud, cuando «la misericordia de Dios
quiso que fuera libre».[48] Esta advertencia, hecha varios siglos atrás,
tiene una tremenda actualidad. Debería ser uno de los criterios a
considerar a la hora de pensar una reforma de la Iglesia y de su
predicación que permita realmente llegar a todos.
44. Por otra parte, tanto los Pastores como todos los fieles que
acompañen a sus hermanos en la fe o en un camino de apertura a Dios, no
pueden olvidar lo que con tanta claridad enseña el Catecismo de la
Iglesia católica: «La imputabilidad y la responsabilidad de una acción
pueden quedar disminuidas e incluso suprimidas a causa de la ignorancia,
la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos, los afectos
desordenados y otros factores psíquicos o sociales».
Por lo tanto, sin disminuir el valor del ideal evangélico, hay que
acompañar con misericordia y paciencia las etapas posibles de
crecimiento de las personas que se van construyendo día a día.[50] A los
sacerdotes les recuerdo que el confesionario no debe ser una sala de
torturas sino el lugar de la misericordia del Señor que nos estimula a
hacer el bien posible. Un pequeño paso, en medio de grandes límites
humanos, puede ser más agradable a Dios que la vida exteriormente
correcta de quien transcurre sus días sin enfrentar importantes
dificultades. A todos debe llegar el consuelo y el estímulo del amor
salvífico de Dios, que obra misteriosamente en cada persona, más allá de
sus defectos y caídas.
45. Vemos así que la tarea evangelizadora se mueve entre los límites del
lenguaje y de las circunstancias. Procura siempre comunicar mejor la
verdad del Evangelio en un contexto determinado, sin renunciar a la
verdad, al bien y a la luz que pueda aportar cuando la perfección no es
posible. Un corazón misionero sabe de esos límites y se hace «débil con
los débiles […] todo para todos» (1 Co 9,22). Nunca se encierra, nunca
se repliega en sus seguridades, nunca opta por la rigidez autodefensiva.
Sabe que él mismo tiene que crecer en la comprensión del Evangelio y en
el discernimiento de los senderos del Espíritu, y entonces no renuncia
al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del
camino.
V. Una madre de corazón abierto
46. La Iglesia «en salida» es una Iglesia con las puertas abiertas.
Salir hacia los demás para llegar a las periferias humanas no implica
correr hacia el mundo sin rumbo y sin sentido. Muchas veces es más bien
detener el paso, dejar de lado la ansiedad para mirar a los ojos y
escuchar, o renunciar a las urgencias para acompañar al que se quedó al
costado del camino. A veces es como el padre del hijo pródigo, que se
queda con las puertas abiertas para que, cuando regrese, pueda entrar
sin dificultad.
47. La Iglesia está llamada a ser siempre la casa abierta del Padre. Uno
de los signos concretos de esa apertura es tener templos con las
puertas abiertas en todas partes. De ese modo, si alguien quiere seguir
una moción del Espíritu y se acerca buscando a Dios, no se encontrará
con la frialdad de unas puertas cerradas. Pero hay otras puertas que
tampoco se deben cerrar. Todos pueden participar de alguna manera en la
vida eclesial, todos pueden integrar la comunidad, y tampoco las puertas
de los sacramentos deberían cerrarse por una razón cualquiera. Esto
vale sobre todo cuando se trata de ese sacramento que es «la puerta», el
Bautismo. La Eucaristía, si bien constituye la plenitud de la vida
sacramental, no es un premio para los perfectos sino un generoso remedio
y un alimento para los débiles.[51] Estas convicciones también tienen
consecuencias pastorales que estamos llamados a considerar con prudencia
y audacia. A menudo nos comportamos como controladores de la gracia y
no como facilitadores. Pero la Iglesia no es una aduana, es la casa
paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas.
48. Si la Iglesia entera asume este dinamismo misionero, debe llegar a
todos, sin excepciones. Pero ¿a quiénes debería privilegiar? Cuando uno
lee el Evangelio, se encuentra con una orientación contundente: no tanto
a los amigos y vecinos ricos sino sobre todo a los pobres y enfermos, a
esos que suelen ser despreciados y olvidados, a aquellos que «no tienen
con qué recompensarte» (Lc 14,14). No deben quedar dudas ni caben
explicaciones que debiliten este mensaje tan claro. Hoy y siempre, «los
pobres son los destinatarios privilegiados del Evangelio»,[52] y la
evangelización dirigida gratuitamente a ellos es signo del Reino que
Jesús vino a traer. Hay que decir sin vueltas que existe un vínculo
inseparable entre nuestra fe y los pobres. Nunca los dejemos solos.
49. Salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo. Repito
aquí para toda la Iglesia lo que muchas veces he dicho a los sacerdotes y
laicos de Buenos Aires: prefiero una Iglesia accidentada, herida y
manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el
encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades. No
quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termine clausurada
en una maraña de obsesiones y procedimientos. Si algo debe inquietarnos
santamente y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos
nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con
Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte
de sentido y de vida. Más que el temor a equivocarnos, espero que nos
mueva el temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa
contención, en las normas que nos vuelven jueces implacables, en las
costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una
multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: «¡Dadles vosotros
de comer!» (Mc 6,37).
CAPÍTULO SEGUNDO
EN LA CRISIS DEL COMPROMISO COMUNITARIO
50. Antes de hablar acerca de algunas cuestiones fundamentales
relacionadas con la acción evangelizadora, conviene recordar brevemente
cuál es el contexto en el cual nos toca vivir y actuar. Hoy suele
hablarse de un «exceso de diagnóstico» que no siempre está acompañado de
propuestas superadoras y realmente aplicables. Por otra parte, tampoco
nos serviría una mirada puramente sociológica, que podría tener
pretensiones de abarcar toda la realidad con su metodología de una
manera supuestamente neutra y aséptica. Lo que quiero ofrecer va más
bien en la línea de un discernimiento evangélico. Es la mirada del
discípulo misionero, que se «alimenta a la luz y con la fuerza del
Espíritu Santo».
51. No es función del Papa ofrecer un análisis detallado y completo
sobre la realidad contemporánea, pero aliento a todas las comunidades a
una «siempre vigilante capacidad de estudiar los signos de los
tiempos».[54] Se trata de una responsabilidad grave, ya que algunas
realidades del presente, si no son bien resueltas, pueden desencadenar
procesos de deshumanización difíciles de revertir más adelante. Es
preciso esclarecer aquello que pueda ser un fruto del Reino y también
aquello que atenta contra el proyecto de Dios. Esto implica no sólo
reconocer e interpretar las mociones del buen espíritu y del malo, sino
–y aquí radica lo decisivo– elegir las del buen espíritu y rechazar las
del malo. Doy por supuestos los diversos análisis que ofrecieron otros
documentos del Magisterio universal, así como los que han propuesto los
episcopados regionales y nacionales. En esta Exhortación sólo pretendo
detenerme brevemente, con una mirada pastoral, en algunos aspectos de la
realidad que pueden detener o debilitar los dinamismos de renovación
misionera de la Iglesia, sea porque afectan a la vida y a la dignidad
del Pueblo de Dios, sea porque inciden también en los sujetos que
participan de un modo más directo en las instituciones eclesiales y en
tareas evangelizadoras.
I. Algunos desafíos del mundo actual
52. La humanidad vive en este momento un giro histórico, que podemos ver
en los adelantos que se producen en diversos campos. Son de alabar los
avances que contribuyen al bienestar de la gente, como, por ejemplo, en
el ámbito de la salud, de la educación y de la comunicación. Sin
embargo, no podemos olvidar que la mayoría de los hombres y mujeres de
nuestro tiempo vive precariamente el día a día, con consecuencias
funestas. Algunas patologías van en aumento. El miedo y la desesperación
se apoderan del corazón de numerosas personas, incluso en los llamados
países ricos. La alegría de vivir frecuentemente se apaga, la falta de
respeto y la violencia crecen, la inequidad es cada vez más patente. Hay
que luchar para vivir y, a menudo, para vivir con poca dignidad. Este
cambio de época se ha generado por los enormes saltos cualitativos,
cuantitativos, acelerados y acumulativos que se dan en el desarrollo
científico, en las innovaciones tecnológicas y en sus veloces
aplicaciones en distintos campos de la naturaleza y de la vida. Estamos
en la era del conocimiento y la información, fuente de nuevas formas de
un poder muchas veces anónimo.
No a una economía de la exclusión
53. Así como el mandamiento de «no matar» pone un límite claro para
asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir «no a una
economía de la exclusión y la inequidad». Esa economía mata. No puede
ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en situación de
calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa. Eso es
exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente
que pasa hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra dentro del juego de la
competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al
más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la
población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes,
sin salida. Se considera al ser humano en sí mismo como un bien de
consumo, que se puede usar y luego tirar. Hemos dado inicio a la cultura
del «descarte» que, además, se promueve. Ya no se trata simplemente del
fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la
exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad
en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o
sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son «explotados»
sino desechos, «sobrantes».
54. En este contexto, algunos todavía defienden las teorías del
«derrame», que suponen que todo crecimiento económico, favorecido por la
libertad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e
inclusión social en el mundo. Esta opinión, que jamás ha sido confirmada
por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la bondad de
quienes detentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del
sistema económico imperante. Mientras tanto, los excluidos siguen
esperando. Para poder sostener un estilo de vida que excluye a otros, o
para poder entusiasmarse con ese ideal egoísta, se ha desarrollado una
globalización de la indiferencia. Casi sin advertirlo, nos volvemos
incapaces de compadecernos ante los clamores de los otros, ya no
lloramos ante el drama de los demás ni nos interesa cuidarlos, como si
todo fuera una responsabilidad ajena que no nos incumbe. La cultura del
bienestar nos anestesia y perdemos la calma si el mercado ofrece algo
que todavía no hemos comprado, mientras todas esas vidas truncadas por
falta de posibilidades nos parecen un mero espectáculo que de ninguna
manera nos altera.
No a la nueva idolatría del dinero
55. Una de las causas de esta situación se encuentra en la relación que
hemos establecido con el dinero, ya que aceptamos pacíficamente su
predominio sobre nosotros y nuestras sociedades. La crisis financiera
que atravesamos nos hace olvidar que en su origen hay una profunda
crisis antropológica: ¡la negación de la primacía del ser humano! Hemos
creado nuevos ídolos. La adoración del antiguo becerro de oro (cf. Ex
32,1-35) ha encontrado una versión nueva y despiadada en el fetichismo
del dinero y en la dictadura de la economía sin un rostro y sin un
objetivo verdaderamente humano. La crisis mundial que afecta a las
finanzas y a la economía pone de manifiesto sus desequilibrios y, sobre
todo, la grave carencia de su orientación antropológica que reduce al
ser humano a una sola de sus necesidades: el consumo.
56. Mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las de
la mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar de esa minoría
feliz. Este desequilibrio proviene de ideologías que defienden la
autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera. De ahí
que nieguen el derecho de control de los Estados, encargados de velar
por el bien común. Se instaura una nueva tiranía invisible, a veces
virtual, que impone, de forma unilateral e implacable, sus leyes y sus
reglas. Además, la deuda y sus intereses alejan a los países de las
posibilidades viables de su economía y a los ciudadanos de su poder
adquisitivo real. A todo ello se añade una corrupción ramificada y una
evasión fiscal egoísta, que han asumido dimensiones mundiales. El afán
de poder y de tener no conoce límites. En este sistema, que tiende a
fagocitarlo todo en orden a acrecentar beneficios, cualquier cosa que
sea frágil, como el medio ambiente, queda indefensa ante los intereses
del mercado divinizado, convertidos en regla absoluta.
No a un dinero que gobierna en lugar de servir
57. Tras esta actitud se esconde el rechazo de la ética y el rechazo de
Dios. La ética suele ser mirada con cierto desprecio burlón. Se
considera contraproducente, demasiado humana, porque relativiza el
dinero y el poder. Se la siente como una amenaza, pues condena la
manipulación y la degradación de la persona. En definitiva, la ética
lleva a un Dios que espera una respuesta comprometida que está fuera de
las categorías del mercado. Para éstas, si son absolutizadas, Dios es
incontrolable, inmanejable, incluso peligroso, por llamar al ser humano a
su plena realización y a la independencia de cualquier tipo de
esclavitud. La ética –una ética no ideologizada– permite crear un
equilibrio y un orden social más humano. En este sentido, animo a los
expertos financieros y a los gobernantes de los países a considerar las
palabras de un sabio de la antigüedad: «No compartir con los pobres los
propios bienes es robarles y quitarles la vida. No son nuestros los
bienes que tenemos, sino suyos».
58. Una reforma financiera que no ignore la ética requeriría un cambio
de actitud enérgico por parte de los dirigentes políticos, a quienes
exhorto a afrontar este reto con determinación y visión de futuro, sin
ignorar, por supuesto, la especificidad de cada contexto. ¡El dinero
debe servir y no gobernar! El Papa ama a todos, ricos y pobres, pero
tiene la obligación, en nombre de Cristo, de recordar que los ricos
deben ayudar a los pobres, respetarlos, promocionarlos. Os exhorto a la
solidaridad desinteresada y a una vuelta de la economía y las finanzas a
una ética en favor del ser humano.
No a la inequidad que genera violencia
59. Hoy en muchas partes se reclama mayor seguridad. Pero hasta que no
se reviertan la exclusión y la inequidad dentro de una sociedad y entre
los distintos pueblos será imposible erradicar la violencia. Se acusa de
la violencia a los pobres y a los pueblos pobres pero, sin igualdad de
oportunidades, las diversas formas de agresión y de guerra encontrarán
un caldo de cultivo que tarde o temprano provocará su explosión. Cuando
la sociedad –local, nacional o mundial– abandona en la periferia una
parte de sí misma, no habrá programas políticos ni recursos policiales o
de inteligencia que puedan asegurar indefinidamente la tranquilidad.
Esto no sucede solamente porque la inequidad provoca la reacción
violenta de los excluidos del sistema, sino porque el sistema social y
económico es injusto en su raíz. Así como el bien tiende a comunicarse,
el mal consentido, que es la injusticia, tiende a expandir su potencia
dañina y a socavar silenciosamente las bases de cualquier sistema
político y social por más sólido que parezca. Si cada acción tiene
consecuencias, un mal enquistado en las estructuras de una sociedad
tiene siempre un potencial de disolución y de muerte. Es el mal
cristalizado en estructuras sociales injustas, a partir del cual no
puede esperarse un futuro mejor. Estamos lejos del llamado «fin de la
historia», ya que las condiciones de un desarrollo sostenible y en paz
todavía no están adecuadamente planteadas y realizadas.
60. Los mecanismos de la economía actual promueven una exacerbación del
consumo, pero resulta que el consumismo desenfrenado unido a la
inequidad es doblemente dañino del tejido social. Así la inequidad
genera tarde o temprano una violencia que las carreras armamentistas no
resuelven ni resolverán jamás. Sólo sirven para pretender engañar a los
que reclaman mayor seguridad, como si hoy no supiéramos que las armas y
la represión violenta, más que aportar soluciones, crean nuevos y peores
conflictos. Algunos simplemente se regodean culpando a los pobres y a
los países pobres de sus propios males, con indebidas generalizaciones, y
pretenden encontrar la solución en una «educación» que los tranquilice y
los convierta en seres domesticados e inofensivos. Esto se vuelve
todavía más irritante si los excluidos ven crecer ese cáncer social que
es la corrupción profundamente arraigada en muchos países –en sus
gobiernos, empresarios e instituciones– cualquiera que sea la ideología
política de los gobernantes.
Algunos desafíos culturales
61. Evangelizamos también cuando tratamos de afrontar los diversos
desafíos que puedan presentarse.[56] A veces éstos se manifiestan en
verdaderos ataques a la libertad religiosa o en nuevas situaciones de
persecución a los cristianos, las cuales en algunos países han alcanzado
niveles alarmantes de odio y violencia. En muchos lugares se trata más
bien de una difusa indiferencia relativista, relacionada con el
desencanto y la crisis de las ideologías que se provocó como reacción
contra todo lo que parezca totalitario. Esto no perjudica sólo a la
Iglesia, sino a la vida social en general. Reconozcamos que una cultura,
en la cual cada uno quiere ser el portador de una propia verdad
subjetiva, vuelve difícil que los ciudadanos deseen integrar un proyecto
común más allá de los beneficios y deseos personales.
62. En la cultura predominante, el primer lugar está ocupado por lo
exterior, lo inmediato, lo visible, lo rápido, lo superficial, lo
provisorio. Lo real cede el lugar a la apariencia. En muchos países, la
globalización ha significado un acelerado deterioro de las raíces
culturales con la invasión de tendencias pertenecientes a otras
culturas, económicamente desarrolladas pero éticamente debilitadas. Así
lo han manifestado en distintos Sínodos los Obispos de varios
continentes. Los Obispos africanos, por ejemplo, retomando la Encíclica
Sollicitudo rei socialis, señalaron años atrás que muchas veces se
quiere convertir a los países de África en simples «piezas de un
mecanismo y de un engranaje gigantesco. Esto sucede a menudo en el campo
de los medios de comunicación social, los cuales, al estar dirigidos
mayormente por centros de la parte Norte del mundo, no siempre tienen en
la debida consideración las prioridades y los problemas propios de
estos países, ni respetan su fisonomía cultural».[57] Igualmente, los
Obispos de Asia «subrayaron los influjos que desde el exterior se
ejercen sobre las culturas asiáticas. Están apareciendo nuevas formas de
conducta, que son resultado de una excesiva exposición a los medios de
comunicación social […] Eso tiene como consecuencia que los aspectos
negativos de las industrias de los medios de comunicación y de
entretenimiento ponen en peligro los valores tradicionales».
63. La fe católica de muchos pueblos se enfrenta hoy con el desafío de
la proliferación de nuevos movimientos religiosos, algunos tendientes al
fundamentalismo y otros que parecen proponer una espiritualidad sin
Dios. Esto es, por una parte, el resultado de una reacción humana frente
a la sociedad materialista, consumista e individualista y, por otra
parte, un aprovechamiento de las carencias de la población que vive en
las periferias y zonas empobrecidas, que sobrevive en medio de grandes
dolores humanos y busca soluciones inmediatas para sus necesidades.
Estos movimientos religiosos, que se caracterizan por su sutil
penetración, vienen a llenar, dentro del individualismo imperante, un
vacío dejado por el racionalismo secularista. Además, es necesario que
reconozcamos que, si parte de nuestro pueblo bautizado no experimenta su
pertenencia a la Iglesia, se debe también a la existencia de unas
estructuras y a un clima poco acogedores en algunas de nuestras
parroquias y comunidades, o a una actitud burocrática para dar respuesta
a los problemas, simples o complejos, de la vida de nuestros pueblos.
En muchas partes hay un predominio de lo administrativo sobre lo
pastoral, así como una sacramentalización sin otras formas de
evangelización.
64. El proceso de secularización tiende a reducir la fe y la Iglesia al
ámbito de lo privado y de lo íntimo. Además, al negar toda
trascendencia, ha producido una creciente deformación ética, un
debilitamiento del sentido del pecado personal y social y un progresivo
aumento del relativismo, que ocasionan una desorientación generalizada,
especialmente en la etapa de la adolescencia y la juventud, tan
vulnerable a los cambios. Como bien indican los Obispos de Estados
Unidos de América, mientras la Iglesia insiste en la existencia de
normas morales objetivas, válidas para todos, «hay quienes presentan
esta enseñanza como injusta, esto es, como opuesta a los derechos
humanos básicos. Tales alegatos suelen provenir de una forma de
relativismo moral que está unida, no sin inconsistencia, a una creencia
en los derechos absolutos de los individuos. En este punto de vista se
percibe a la Iglesia como si promoviera un prejuicio particular y como
si interfiriera con la libertad individual».[59] Vivimos en una sociedad
de la información que nos satura indiscriminadamente de datos, todos en
el mismo nivel, y termina llevándonos a una tremenda superficialidad a
la hora de plantear las cuestiones morales. Por consiguiente, se vuelve
necesaria una educación que enseñe a pensar críticamente y que ofrezca
un camino de maduración en valores.
65. A pesar de toda la corriente secularista que invade las sociedades,
en muchos países -aun donde el cristianismo es minoría- la Iglesia
católica es una institución creíble ante la opinión pública, confiable
en lo que respecta al ámbito de la solidaridad y de la preocupación por
los más carenciados. En repetidas ocasiones ha servido de mediadora en
favor de la solución de problemas que afectan a la paz, la concordia, la
tierra, la defensa de la vida, los derechos humanos y ciudadanos, etc.
¡Y cuánto aportan las escuelas y universidades católicas en todo el
mundo! Es muy bueno que así sea. Pero nos cuesta mostrar que, cuando
planteamos otras cuestiones que despiertan menor aceptación pública, lo
hacemos por fidelidad a las mismas convicciones sobre la dignidad humana
y el bien común.
66. La familia atraviesa una crisis cultural profunda, como todas las
comunidades y vínculos sociales. En el caso de la familia, la fragilidad
de los vínculos se vuelve especialmente grave porque se trata de la
célula básica de la sociedad, el lugar donde se aprende a convivir en la
diferencia y a pertenecer a otros y donde los padres transmiten la fe a
sus hijos. El matrimonio tiende a ser visto como una mera forma de
gratificación afectiva que puede constituirse de cualquier manera y
modificarse de acuerdo con la sensibilidad de cada uno. Pero el aporte
indispensable del matrimonio a la sociedad supera el nivel de la
emotividad y el de las necesidades circunstanciales de la pareja. Como
enseñan los Obispos franceses, no procede «del sentimiento amoroso,
efímero por definición, sino de la profundidad del compromiso asumido
por los esposos que aceptan entrar en una unión de vida total».
67. El individualismo posmoderno y globalizado favorece un estilo de
vida que debilita el desarrollo y la estabilidad de los vínculos entre
las personas, y que desnaturaliza los vínculos familiares. La acción
pastoral debe mostrar mejor todavía que la relación con nuestro Padre
exige y alienta una comunión que sane, promueva y afiance los vínculos
interpersonales. Mientras en el mundo, especialmente en algunos países,
reaparecen diversas formas de guerras y enfrentamientos, los cristianos
insistimos en nuestra propuesta de reconocer al otro, de sanar las
heridas, de construir puentes, de estrechar lazos y de ayudarnos
«mutuamente a llevar las cargas» (Ga 6,2). Por otra parte, hoy surgen
muchas formas de asociación para la defensa de derechos y para la
consecución de nobles objetivos. Así se manifiesta una sed de
participación de numerosos ciudadanos que quieren ser constructores del
desarrollo social y cultural.
Desafíos de la inculturación de la fe
68. El substrato cristiano de algunos pueblos –sobre todo occidentales–
es una realidad viva. Allí encontramos, especialmente en los más
necesitados, una reserva moral que guarda valores de auténtico humanismo
cristiano. Una mirada de fe sobre la realidad no puede dejar de
reconocer lo que siembra el Espíritu Santo. Sería desconfiar de su
acción libre y generosa pensar que no hay auténticos valores cristianos
donde una gran parte de la población ha recibido el Bautismo y expresa
su fe y su solidaridad fraterna de múltiples maneras. Allí hay que
reconocer mucho más que unas «semillas del Verbo», ya que se trata de
una auténtica fe católica con modos propios de expresión y de
pertenencia a la Iglesia. No conviene ignorar la tremenda importancia
que tiene una cultura marcada por la fe, porque esa cultura
evangelizada, más allá de sus límites, tiene muchos más recursos que una
mera suma de creyentes frente a los embates del secularismo actual. Una
cultura popular evangelizada contiene valores de fe y de solidaridad
que pueden provocar el desarrollo de una sociedad más justa y creyente, y
posee una sabiduría peculiar que hay que saber reconocer con una mirada
agradecida.
69. Es imperiosa la necesidad de evangelizar las culturas para
inculturar el Evangelio. En los países de tradición católica se tratará
de acompañar, cuidar y fortalecer la riqueza que ya existe, y en los
países de otras tradiciones religiosas o profundamente secularizados se
tratará de procurar nuevos procesos de evangelización de la cultura,
aunque supongan proyectos a muy largo plazo. No podemos, sin embargo,
desconocer que siempre hay un llamado al crecimiento. Toda cultura y
todo grupo social necesitan purificación y maduración. En el caso de las
culturas populares de pueblos católicos, podemos reconocer algunas
debilidades que todavía deben ser sanadas por el Evangelio: el machismo,
el alcoholismo, la violencia doméstica, una escasa participación en la
Eucaristía, creencias fatalistas o supersticiosas que hacen recurrir a
la brujería, etc. Pero es precisamente la piedad popular el mejor punto
de partida para sanarlas y liberarlas.
70. También es cierto que a veces el acento, más que en el impulso de la
piedad cristiana, se coloca en formas exteriores de tradiciones de
ciertos grupos, o en supuestas revelaciones privadas que se absolutizan.
Hay cierto cristianismo de devociones, propio de una vivencia
individual y sentimental de la fe, que en realidad no responde a una
auténtica «piedad popular». Algunos promueven estas expresiones sin
preocuparse por la promoción social y la formación de los fieles, y en
ciertos casos lo hacen para obtener beneficios económicos o algún poder
sobre los demás. Tampoco podemos ignorar que en las últimas décadas se
ha producido una ruptura en la transmisión generacional de la fe
cristiana en el pueblo católico. Es innegable que muchos se sienten
desencantados y dejan de identificarse con la tradición católica, que
son más los padres que no bautizan a sus hijos y no les enseñan a rezar,
y que hay un cierto éxodo hacia otras comunidades de fe. Algunas causas
de esta ruptura son: la falta de espacios de diálogo familiar, la
influencia de los medios de comunicación, el subjetivismo relativista,
el consumismo desenfrenado que alienta el mercado, la falta de
acompañamiento pastoral a los más pobres, la ausencia de una acogida
cordial en nuestras instituciones, y nuestra dificultad para recrear la
adhesión mística de la fe en un escenario religioso plural.
Desafíos de las culturas urbanas
71. La nueva Jerusalén, la Ciudad santa (cf. Ap 21,2-4), es el destino
hacia donde peregrina toda la humanidad. Es llamativo que la revelación
nos diga que la plenitud de la humanidad y de la historia se realiza en
una ciudad. Necesitamos reconocer la ciudad desde una mirada
contemplativa, esto es, una mirada de fe que descubra al Dios que habita
en sus hogares, en sus calles, en sus plazas. La presencia de Dios
acompaña las búsquedas sinceras que personas y grupos realizan para
encontrar apoyo y sentido a sus vidas. Él vive entre los ciudadanos
promoviendo la solidaridad, la fraternidad, el deseo de bien, de verdad,
de justicia. Esa presencia no debe ser fabricada sino descubierta,
develada. Dios no se oculta a aquellos que lo buscan con un corazón
sincero, aunque lo hagan a tientas, de manera imprecisa y difusa.
72. En la ciudad, lo religioso está mediado por diferentes estilos de
vida, por costumbres asociadas a un sentido de lo temporal, de lo
territorial y de las relaciones, que difiere del estilo de los
habitantes rurales. En sus vidas cotidianas los ciudadanos muchas veces
luchan por sobrevivir, y en esas luchas se esconde un sentido profundo
de la existencia que suele entrañar también un hondo sentido religioso.
Necesitamos contemplarlo para lograr un diálogo como el que el Señor
desarrolló con la samaritana, junto al pozo, donde ella buscaba saciar
su sed (cf. Jn 4,7-26).
73. Nuevas culturas continúan gestándose en estas enormes geografías
humanas en las que el cristiano ya no suele ser promotor o generador de
sentido, sino que recibe de ellas otros lenguajes, símbolos, mensajes y
paradigmas que ofrecen nuevas orientaciones de vida, frecuentemente en
contraste con el Evangelio de Jesús. Una cultura inédita late y se
elabora en la ciudad. El Sínodo ha constatado que hoy las
transformaciones de esas grandes áreas y la cultura que expresan son un
lugar privilegiado de la nueva evangelización.[61] Esto requiere
imaginar espacios de oración y de comunión con características
novedosas, más atractivas y significativas para los habitantes urbanos.
Los ambientes rurales, por la influencia de los medios de comunicación
de masas, no están ajenos a estas transformaciones culturales que
también operan cambios significativos en sus modos de vida.
74. Se impone una evangelización que ilumine los nuevos modos de
relación con Dios, con los otros y con el espacio, y que suscite los
valores fundamentales. Es necesario llegar allí donde se gestan los
nuevos relatos y paradigmas, alcanzar con la Palabra de Jesús los
núcleos más profundos del alma de las ciudades. No hay que olvidar que
la ciudad es un ámbito multicultural. En las grandes urbes puede
observarse un entramado en el que grupos de personas comparten las
mismas formas de soñar la vida y similares imaginarios y se constituyen
en nuevos sectores humanos, en territorios culturales, en ciudades
invisibles. Variadas formas culturales conviven de hecho, pero ejercen
muchas veces prácticas de segregación y de violencia. La Iglesia está
llamada a ser servidora de un difícil diálogo. Por otra parte, aunque
hay ciudadanos que consiguen los medios adecuados para el desarrollo de
la vida personal y familiar, son muchísimos los «no ciudadanos», los
«ciudadanos a medias» o los «sobrantes urbanos». La ciudad produce una
suerte de permanente ambivalencia, porque, al mismo tiempo que ofrece a
sus ciudadanos infinitas posibilidades, también aparecen numerosas
dificultades para el pleno desarrollo de la vida de muchos. Esta
contradicción provoca sufrimientos lacerantes. En muchos lugares del
mundo, las ciudades son escenarios de protestas masivas donde miles de
habitantes reclaman libertad, participación, justicia y diversas
reivindicaciones que, si no son adecuadamente interpretadas, no podrán
acallarse por la fuerza.
75. No podemos ignorar que en las ciudades fácilmente se desarrollan el
tráfico de drogas y de personas, el abuso y la explotación de menores,
el abandono de ancianos y enfermos, varias formas de corrupción y de
crimen. Al mismo tiempo, lo que podría ser un precioso espacio de
encuentro y solidaridad, frecuentemente se convierte en el lugar de la
huida y de la desconfianza mutua. Las casas y los barrios se construyen
más para aislar y proteger que para conectar e integrar. La proclamación
del Evangelio será una base para restaurar la dignidad de la vida
humana en esos contextos, porque Jesús quiere derramar en las ciudades
vida en abundancia (cf. Jn 10,10). El sentido unitario y completo de la
vida humana que propone el Evangelio es el mejor remedio para los males
urbanos, aunque debamos advertir que un programa y un estilo uniforme e
inflexible de evangelización no son aptos para esta realidad. Pero vivir
a fondo lo humano e introducirse en el corazón de los desafíos como
fermento testimonial, en cualquier cultura, en cualquier ciudad, mejora
al cristiano y fecunda la ciudad.
II. Tentaciones de los agentes pastorales
76. Siento una enorme gratitud por la tarea de todos los que trabajan en
la Iglesia. No quiero detenerme ahora a exponer las actividades de los
diversos agentes pastorales, desde los obispos hasta el más sencillo y
desconocido de los servicios eclesiales. Me gustaría más bien
reflexionar acerca de los desafíos que todos ellos enfrentan en medio de
la actual cultura globalizada. Pero tengo que decir, en primer lugar y
como deber de justicia, que el aporte de la Iglesia en el mundo actual
es enorme. Nuestro dolor y nuestra vergüenza por los pecados de algunos
miembros de la Iglesia, y por los propios, no deben hacer olvidar
cuántos cristianos dan la vida por amor: ayudan a tanta gente a curarse o
a morir en paz en precarios hospitales, o acompañan personas
esclavizadas por diversas adicciones en los lugares más pobres de la
tierra, o se desgastan en la educación de niños y jóvenes, o cuidan
ancianos abandonados por todos, o tratan de comunicar valores en
ambientes hostiles, o se entregan de muchas otras maneras que muestran
ese inmenso amor a la humanidad que nos ha inspirado el Dios hecho
hombre. Agradezco el hermoso ejemplo que me dan tantos cristianos que
ofrecen su vida y su tiempo con alegría. Ese testimonio me hace mucho
bien y me sostiene en mi propio deseo de superar el egoísmo para
entregarme más.
77. No obstante, como hijos de esta época, todos nos vemos afectados de
algún modo por la cultura globalizada actual que, sin dejar de
mostrarnos valores y nuevas posibilidades, también puede limitarnos,
condicionarnos e incluso enfermarnos. Reconozco que necesitamos crear
espacios motivadores y sanadores para los agentes pastorales, «lugares
donde regenerar la propia fe en Jesús crucificado y resucitado, donde
compartir las propias preguntas más profundas y las preocupaciones
cotidianas, donde discernir en profundidad con criterios evangélicos
sobre la propia existencia y experiencia, con la finalidad de orientar
al bien y a la belleza las propias elecciones individuales y
sociales».[62] Al mismo tiempo, quiero llamar la atención sobre algunas
tentaciones que particularmente hoy afectan a los agentes pastorales.
Sí al desafío de una espiritualidad misionera
78. Hoy se puede advertir en muchos agentes pastorales, incluso en
personas consagradas, una preocupación exacerbada por los espacios
personales de autonomía y de distensión, que lleva a vivir las tareas
como un mero apéndice de la vida, como si no fueran parte de la propia
identidad. Al mismo tiempo, la vida espiritual se confunde con algunos
momentos religiosos que brindan cierto alivio pero que no alimentan el
encuentro con los demás, el compromiso en el mundo, la pasión
evangelizadora. Así, pueden advertirse en muchos agentes
evangelizadores, aunque oren, una acentuación del individualismo, una
crisis de identidad y una caída del fervor. Son tres males que se
alimentan entre sí.
79. La cultura mediática y algunos ambientes intelectuales a veces
transmiten una marcada desconfianza hacia el mensaje de la Iglesia, y un
cierto desencanto. Como consecuencia, aunque recen, muchos agentes
pastorales desarrollan una especie de complejo de inferioridad que les
lleva a relativizar u ocultar su identidad cristiana y sus convicciones.
Se produce entonces un círculo vicioso, porque así no son felices con
lo que son y con lo que hacen, no se sienten identificados con su misión
evangelizadora, y esto debilita la entrega. Terminan ahogando su
alegría misionera en una especie de obsesión por ser como todos y por
tener lo que poseen los demás. Así, las tareas evangelizadoras se
vuelven forzadas y se dedican a ellas pocos esfuerzos y un tiempo muy
limitado.
80. Se desarrolla en los agentes pastorales, más allá del estilo
espiritual o la línea de pensamiento que puedan tener, un relativismo
todavía más peligroso que el doctrinal. Tiene que ver con las opciones
más profundas y sinceras que determinan una forma de vida. Este
relativismo práctico es actuar como si Dios no existiera, decidir como
si los pobres no existieran, soñar como si los demás no existieran,
trabajar como si quienes no recibieron el anuncio no existieran. Llama
la atención que aun quienes aparentemente poseen sólidas convicciones
doctrinales y espirituales suelen caer en un estilo de vida que los
lleva a aferrarse a seguridades económicas, o a espacios de poder y de
gloria humana que se procuran por cualquier medio, en lugar de dar la
vida por los demás en la misión. ¡No nos dejemos robar el entusiasmo
misionero!
No a la acedia egoísta
81. Cuando más necesitamos un dinamismo misionero que lleve sal y luz al
mundo, muchos laicos sienten el temor de que alguien les invite a
realizar alguna tarea apostólica, y tratan de escapar de cualquier
compromiso que les pueda quitar su tiempo libre. Hoy se ha vuelto muy
difícil, por ejemplo, conseguir catequistas capacitados para las
parroquias y que perseveren en la tarea durante varios años. Pero algo
semejante sucede con los sacerdotes, que cuidan con obsesión su tiempo
personal. Esto frecuentemente se debe a que las personas necesitan
imperiosamente preservar sus espacios de autonomía, como si una tarea
evangelizadora fuera un veneno peligroso y no una alegre respuesta al
amor de Dios que nos convoca a la misión y nos vuelve plenos y fecundos.
Algunos se resisten a probar hasta el fondo el gusto de la misión y
quedan sumidos en una acedia paralizante.
82. El problema no es siempre el exceso de actividades, sino sobre todo
las actividades mal vividas, sin las motivaciones adecuadas, sin una
espiritualidad que impregne la acción y la haga deseable. De ahí que las
tareas cansen más de lo razonable, y a veces enfermen. No se trata de
un cansancio feliz, sino tenso, pesado, insatisfecho y, en definitiva,
no aceptado. Esta acedia pastoral puede tener diversos orígenes. Algunos
caen en ella por sostener proyectos irrealizables y no vivir con ganas
lo que buenamente podrían hacer. Otros, por no aceptar la costosa
evolución de los procesos y querer que todo caiga del cielo. Otros, por
apegarse a algunos proyectos o a sueños de éxitos imaginados por su
vanidad. Otros, por perder el contacto real con el pueblo, en una
despersonalización de la pastoral que lleva a prestar más atención a la
organización que a las personas, y entonces les entusiasma más la «hoja
de ruta» que la ruta misma. Otros caen en la acedia por no saber esperar
y querer dominar el ritmo de la vida. El inmediatismo ansioso de estos
tiempos hace que los agentes pastorales no toleren fácilmente lo que
signifique alguna contradicción, un aparente fracaso, una crítica, una
cruz.
83. Así se gesta la mayor amenaza, que «es el gris pragmatismo de la
vida cotidiana de la Iglesia en el cual aparentemente todo procede con
normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando en
mezquindad».[63] Se desarrolla la psicología de la tumba, que poco a
poco convierte a los cristianos en momias de museo. Desilusionados con
la realidad, con la Iglesia o consigo mismos, viven la constante
tentación de apegarse a una tristeza dulzona, sin esperanza, que se
apodera del corazón como «el más preciado de los elixires del
demonio».[64] Llamados a iluminar y a comunicar vida, finalmente se
dejan cautivar por cosas que sólo generan oscuridad y cansancio
interior, y que apolillan el dinamismo apostólico. Por todo esto me
permito insistir: ¡No nos dejemos robar la alegría evangelizadora!
No al pesimismo estéril
84. La alegría del Evangelio es esa que nada ni nadie nos podrá quitar
(cf. Jn 16,22). Los males de nuestro mundo –y los de la Iglesia– no
deberían ser excusas para reducir nuestra entrega y nuestro fervor.
Mirémoslos como desafíos para crecer. Además, la mirada creyente es
capaz de reconocer la luz que siempre derrama el Espíritu Santo en medio
de la oscuridad, sin olvidar que «donde abundó el pecado sobreabundó la
gracia» (Rm 5,20). Nuestra fe es desafiada a vislumbrar el vino en que
puede convertirse el agua y a descubrir el trigo que crece en medio de
la cizaña. A cincuenta años del Concilio Vaticano II, aunque nos duelan
las miserias de nuestra época y estemos lejos de optimismos ingenuos, el
mayor realismo no debe significar menor confianza en el Espíritu ni
menor generosidad. En ese sentido, podemos volver a escuchar las
palabras del beato Juan XXIII en aquella admirable jornada del 11 de
octubre de 1962: «Llegan, a veces, a nuestros oídos, hiriéndolos,
ciertas insinuaciones de algunas personas que, aun en su celo ardiente,
carecen del sentido de la discreción y de la medida. Ellas no ven en los
tiempos modernos sino prevaricación y ruina […] Nos parece justo
disentir de tales profetas de calamidades, avezados a anunciar siempre
infaustos acontecimientos, como si el fin de los tiempos estuviese
inminente. En el presente momento histórico, la Providencia nos está
llevando a un nuevo orden de relaciones humanas que, por obra misma de
los hombres pero más aún por encima de sus mismas intenciones, se
encaminan al cumplimiento de planes superiores e inesperados; pues todo,
aun las humanas adversidades, aquélla lo dispone para mayor bien de la
Iglesia».
85. Una de las tentaciones más serias que ahogan el fervor y la audacia
es la conciencia de derrota que nos convierte en pesimistas quejosos y
desencantados con cara de vinagre. Nadie puede emprender una lucha si de
antemano no confía plenamente en el triunfo. El que comienza sin
confiar perdió de antemano la mitad de la batalla y entierra sus
talentos. Aun con la dolorosa conciencia de las propias fragilidades,
hay que seguir adelante sin declararse vencidos, y recordar lo que el
Señor dijo a san Pablo: «Te basta mi gracia, porque mi fuerza se
manifiesta en la debilidad» (2 Co 12,9). El triunfo cristiano es siempre
una cruz, pero una cruz que al mismo tiempo es bandera de victoria, que
se lleva con una ternura combativa ante los embates del mal. El mal
espíritu de la derrota es hermano de la tentación de separar antes de
tiempo el trigo de la cizaña, producto de una desconfianza ansiosa y
egocéntrica.
86. Es cierto que en algunos lugares se produjo una «desertificación»
espiritual, fruto del proyecto de sociedades que quieren construirse sin
Dios o que destruyen sus raíces cristianas. Allí «el mundo cristiano se
está haciendo estéril, y se agota como una tierra sobreexplotada, que
se convierte en arena».[66] En otros países, la resistencia violenta al
cristianismo obliga a los cristianos a vivir su fe casi a escondidas en
el país que aman. Ésta es otra forma muy dolorosa de desierto. También
la propia familia o el propio lugar de trabajo puede ser ese ambiente
árido donde hay que conservar la fe y tratar de irradiarla. Pero
«precisamente a partir de la experiencia de este desierto, de este
vacío, es como podemos descubrir nuevamente la alegría de creer, su
importancia vital para nosotros, hombres y mujeres. En el desierto se
vuelve a descubrir el valor de lo que es esencial para vivir; así, en el
mundo contemporáneo, son muchos los signos de la sed de Dios, del
sentido último de la vida, a menudo manifestados de forma implícita o
negativa. Y en el desierto se necesitan sobre todo personas de fe que,
con su propia vida, indiquen el camino hacia la Tierra prometida y de
esta forma mantengan viva la esperanza».[67] En todo caso, allí estamos
llamados a ser personas-cántaros para dar de beber a los demás. A veces
el cántaro se convierte en una pesada cruz, pero fue precisamente en la
cruz donde, traspasado, el Señor se nos entregó como fuente de agua
viva. ¡No nos dejemos robar la esperanza!
Sí a las relaciones nuevas que genera Jesucristo
87. Hoy, que las redes y los instrumentos de la comunicación humana han
alcanzado desarrollos inauditos, sentimos el desafío de descubrir y
transmitir la mística de vivir juntos, de mezclarnos, de encontrarnos,
de tomarnos de los brazos, de apoyarnos, de participar de esa marea algo
caótica que puede convertirse en una verdadera experiencia de
fraternidad, en una caravana solidaria, en una santa peregrinación. De
este modo, las mayores posibilidades de comunicación se traducirán en
más posibilidades de encuentro y de solidaridad entre todos. Si
pudiéramos seguir ese camino, ¡sería algo tan bueno, tan sanador, tan
liberador, tan esperanzador! Salir de sí mismo para unirse a otros hace
bien. Encerrarse en sí mismo es probar el amargo veneno de la
inmanencia, y la humanidad saldrá perdiendo con cada opción egoísta que
hagamos.
88. El ideal cristiano siempre invitará a superar la sospecha, la
desconfianza permanente, el temor a ser invadidos, las actitudes
defensivas que nos impone el mundo actual. Muchos tratan de escapar de
los demás hacia la privacidad cómoda o hacia el reducido círculo de los
más íntimos, y renuncian al realismo de la dimensión social del
Evangelio. Porque, así como algunos quisieran un Cristo puramente
espiritual, sin carne y sin cruz, también se pretenden relaciones
interpersonales sólo mediadas por aparatos sofisticados, por pantallas y
sistemas que se puedan encender y apagar a voluntad. Mientras tanto, el
Evangelio nos invita siempre a correr el riesgo del encuentro con el
rostro del otro, con su presencia física que interpela, con su dolor y
sus reclamos, con su alegría que contagia en un constante cuerpo a
cuerpo. La verdadera fe en el Hijo de Dios hecho carne es inseparable
del don de sí, de la pertenencia a la comunidad, del servicio, de la
reconciliación con la carne de los otros. El Hijo de Dios, en su
encarnación, nos invitó a la revolución de la ternura.
89. El aislamiento, que es una traducción del inmanentismo, puede
expresarse en una falsa autonomía que excluye a Dios, pero puede también
encontrar en lo religioso una forma de consumismo espiritual a la
medida de su individualismo enfermizo. La vuelta a lo sagrado y las
búsquedas espirituales que caracterizan a nuestra época son fenómenos
ambiguos. Más que el ateísmo, hoy se nos plantea el desafío de responder
adecuadamente a la sed de Dios de mucha gente, para que no busquen
apagarla en propuestas alienantes o en un Jesucristo sin carne y sin
compromiso con el otro. Si no encuentran en la Iglesia una
espiritualidad que los sane, los libere, los llene de vida y de paz al
mismo tiempo que los convoque a la comunión solidaria y a la fecundidad
misionera, terminarán engañados por propuestas que no humanizan ni dan
gloria a Dios.
90. Las formas propias de la religiosidad popular son encarnadas, porque
han brotado de la encarnación de la fe cristiana en una cultura
popular. Por eso mismo incluyen una relación personal, no con energías
armonizadoras sino con Dios, Jesucristo, María, un santo. Tienen carne,
tienen rostros. Son aptas para alimentar potencialidades relacionales y
no tanto fugas individualistas. En otros sectores de nuestras sociedades
crece el aprecio por diversas formas de «espiritualidad del bienestar»
sin comunidad, por una «teología de la prosperidad» sin compromisos
fraternos o por experiencias subjetivas sin rostros, que se reducen a
una búsqueda interior inmanentista.
91. Un desafío importante es mostrar que la solución nunca consistirá en
escapar de una relación personal y comprometida con Dios que al mismo
tiempo nos comprometa con los otros. Eso es lo que hoy sucede cuando los
creyentes procuran esconderse y quitarse de encima a los demás, y
cuando sutilmente escapan de un lugar a otro o de una tarea a otra,
quedándose sin vínculos profundos y estables: «Imaginatio locorum et
mutatio multos fefellit».[68] Es un falso remedio que enferma el
corazón, y a veces el cuerpo. Hace falta ayudar a reconocer que el único
camino consiste en aprender a encontrarse con los demás con la actitud
adecuada, que es valorarlos y aceptarlos como compañeros de camino, sin
resistencias internas. Mejor todavía, se trata de aprender a descubrir a
Jesús en el rostro de los demás, en su voz, en sus reclamos. También es
aprender a sufrir en un abrazo con Jesús crucificado cuando recibimos
agresiones injustas o ingratitudes, sin cansarnos jamás de optar por la
fraternidad.
92. Allí está la verdadera sanación, ya que el modo de relacionarnos con
los demás que realmente nos sana en lugar de enfermarnos es una
fraternidad mística, contemplativa, que sabe mirar la grandeza sagrada
del prójimo, que sabe descubrir a Dios en cada ser humano, que sabe
tolerar las molestias de la convivencia aferrándose al amor de Dios, que
sabe abrir el corazón al amor divino para buscar la felicidad de los
demás como la busca su Padre bueno. Precisamente en esta época, y
también allí donde son un «pequeño rebaño» (Lc 12,32), los discípulos
del Señor son llamados a vivir como comunidad que sea sal de la tierra y
luz del mundo (cf. Mt 5,13-16). Son llamados a dar testimonio de una
pertenencia evangelizadora de manera siempre nueva.[70] ¡No nos dejemos
robar la comunidad!
No a la mundanidad espiritual
93. La mundanidad espiritual, que se esconde detrás de apariencias de
religiosidad e incluso de amor a la Iglesia, es buscar, en lugar de la
gloria del Señor, la gloria humana y el bienestar personal. Es lo que el
Señor reprochaba a los fariseos: «¿Cómo es posible que creáis, vosotros
que os glorificáis unos a otros y no os preocupáis por la gloria que
sólo viene de Dios?» (Jn 5,44). Es un modo sutil de buscar «sus propios
intereses y no los de Cristo Jesús» (Flp 2,21). Toma muchas formas, de
acuerdo con el tipo de personas y con los estamentos en los que se
enquista. Por estar relacionada con el cuidado de la apariencia, no
siempre se conecta con pecados públicos, y por fuera todo parece
correcto. Pero, si invadiera la Iglesia, «sería infinitamente más
desastrosa que cualquiera otra mundanidad simplemente moral».
94. Esta mundanidad puede alimentarse especialmente de dos maneras
profundamente emparentadas. Una es la fascinación del gnosticismo, una
fe encerrada en el subjetivismo, donde sólo interesa una determinada
experiencia o una serie de razonamientos y conocimientos que
supuestamente reconfortan e iluminan, pero en definitiva el sujeto queda
clausurado en la inmanencia de su propia razón o de sus sentimientos.
La otra es el neopelagianismo autorreferencial y prometeico de quienes
en el fondo sólo confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a
otros por cumplir determinadas normas o por ser inquebrantablemente
fieles a cierto estilo católico propio del pasado. Es una supuesta
seguridad doctrinal o disciplinaria que da lugar a un elitismo
narcisista y autoritario, donde en lugar de evangelizar lo que se hace
es analizar y clasificar a los demás, y en lugar de facilitar el acceso a
la gracia se gastan las energías en controlar. En los dos casos, ni
Jesucristo ni los demás interesan verdaderamente. Son manifestaciones de
un inmanentismo antropocéntrico. No es posible imaginar que de estas
formas desvirtuadas de cristianismo pueda brotar un auténtico dinamismo
evangelizador.
95. Esta oscura mundanidad se manifiesta en muchas actitudes
aparentemente opuestas pero con la misma pretensión de «dominar el
espacio de la Iglesia». En algunos hay un cuidado ostentoso de la
liturgia, de la doctrina y del prestigio de la Iglesia, pero sin
preocuparles que el Evangelio tenga una real inserción en el Pueblo fiel
de Dios y en las necesidades concretas de la historia. Así, la vida de
la Iglesia se convierte en una pieza de museo o en una posesión de
pocos. En otros, la misma mundanidad espiritual se esconde detrás de una
fascinación por mostrar conquistas sociales y políticas, o en una
vanagloria ligada a la gestión de asuntos prácticos, o en un embeleso
por las dinámicas de autoayuda y de realización autorreferencial.
También puede traducirse en diversas formas de mostrarse a sí mismo en
una densa vida social llena de salidas, reuniones, cenas, recepciones. O
bien se despliega en un funcionalismo empresarial, cargado de
estadísticas, planificaciones y evaluaciones, donde el principal
beneficiario no es el Pueblo de Dios sino la Iglesia como organización.
En todos los casos, no lleva el sello de Cristo encarnado, crucificado y
resucitado, se encierra en grupos elitistas, no sale realmente a buscar
a los perdidos ni a las inmensas multitudes sedientas de Cristo. Ya no
hay fervor evangélico, sino el disfrute espurio de una autocomplacencia
egocéntrica.
96. En este contexto, se alimenta la vanagloria de quienes se conforman
con tener algún poder y prefieren ser generales de ejércitos derrotados
antes que simples soldados de un escuadrón que sigue luchando. ¡Cuántas
veces soñamos con planes apostólicos expansionistas, meticulosos y bien
dibujados, propios de generales derrotados! Así negamos nuestra historia
de Iglesia, que es gloriosa por ser historia de sacrificios, de
esperanza, de lucha cotidiana, de vida deshilachada en el servicio, de
constancia en el trabajo que cansa, porque todo trabajo es «sudor de
nuestra frente». En cambio, nos entretenemos vanidosos hablando sobre
«lo que habría que hacer» –el pecado del «habriaqueísmo»– como maestros
espirituales y sabios pastorales que señalan desde afuera. Cultivamos
nuestra imaginación sin límites y perdemos contacto con la realidad
sufrida de nuestro pueblo fiel.
97. Quien ha caído en esta mundanidad mira de arriba y de lejos, rechaza
la profecía de los hermanos, descalifica a quien lo cuestione, destaca
constantemente los errores ajenos y se obsesiona por la apariencia. Ha
replegado la referencia del corazón al horizonte cerrado de su
inmanencia y sus intereses y, como consecuencia de esto, no aprende de
sus pecados ni está auténticamente abierto al perdón. Es una tremenda
corrupción con apariencia de bien. Hay que evitarla poniendo a la
Iglesia en movimiento de salida de sí, de misión centrada en Jesucristo,
de entrega a los pobres. ¡Dios nos libre de una Iglesia mundana bajo
ropajes espirituales o pastorales! Esta mundanidad asfixiante se sana
tomándole el gusto al aire puro del Espíritu Santo, que nos libera de
estar centrados en nosotros mismos, escondidos en una apariencia
religiosa vacía de Dios. ¡No nos dejemos robar el Evangelio!
No a la guerra entre nosotros
98. Dentro del Pueblo de Dios y en las distintas comunidades, ¡cuántas
guerras! En el barrio, en el puesto de trabajo, ¡cuántas guerras por
envidias y celos, también entre cristianos! La mundanidad espiritual
lleva a algunos cristianos a estar en guerra con otros cristianos que se
interponen en su búsqueda de poder, prestigio, placer o seguridad
económica. Además, algunos dejan de vivir una pertenencia cordial a la
Iglesia por alimentar un espíritu de «internas». Más que pertenecer a la
Iglesia toda, con su rica diversidad, pertenecen a tal o cual grupo que
se siente diferente o especial.
99. El mundo está lacerado por las guerras y la violencia, o herido por
un difuso individualismo que divide a los seres humanos y los enfrenta
unos contra otros en pos del propio bienestar. En diversos países
resurgen enfrentamientos y viejas divisiones que se creían en parte
superadas. A los cristianos de todas las comunidades del mundo, quiero
pediros especialmente un testimonio de comunión fraterna que se vuelva
atractivo y resplandeciente. Que todos puedan admirar cómo os cuidáis
unos a otros, cómo os dais aliento mutuamente y cómo os acompañáis: «En
esto reconocerán que sois mis discípulos, en el amor que os tengáis unos
a otros» (Jn 13,35). Es lo que con tantos deseos pedía Jesús al Padre:
«Que sean uno en nosotros […] para que el mundo crea» (Jn 17,21).
¡Atención a la tentación de la envidia! ¡Estamos en la misma barca y
vamos hacia el mismo puerto! Pidamos la gracia de alegrarnos con los
frutos ajenos, que son de todos.
100. A los que están heridos por divisiones históricas, les resulta
difícil aceptar que los exhortemos al perdón y la reconciliación, ya que
interpretan que ignoramos su dolor, o que pretendemos hacerles perder
la memoria y los ideales. Pero si ven el testimonio de comunidades
auténticamente fraternas y reconciliadas, eso es siempre una luz que
atrae. Por ello me duele tanto comprobar cómo en algunas comunidades
cristianas, y aun entre personas consagradas, consentimos diversas
formas de odio, divisiones, calumnias, difamaciones, venganzas, celos,
deseos de imponer las propias ideas a costa de cualquier cosa, y hasta
persecuciones que parecen una implacable caza de brujas. ¿A quién vamos a
evangelizar con esos comportamientos?
101. Pidamos al Señor que nos haga entender la ley del amor. ¡Qué bueno
es tener esta ley! ¡Cuánto bien nos hace amarnos los unos a los otros en
contra de todo! Sí, ¡en contra de todo! A cada uno de nosotros se
dirige la exhortación paulina: «No te dejes vencer por el mal, antes
bien vence al mal con el bien» (Rm 12,21). Y también: «¡No nos cansemos
de hacer el bien!» (Ga 6,9). Todos tenemos simpatías y antipatías, y
quizás ahora mismo estamos enojados con alguno. Al menos digamos al
Señor: «Señor yo estoy enojado con éste, con aquélla. Yo te pido por él y
por ella». Rezar por aquel con el que estamos irritados es un hermoso
paso en el amor, y es un acto evangelizador. ¡Hagámoslo hoy! ¡No nos
dejemos robar el ideal del amor fraterno!
Otros desafíos eclesiales
102. Los laicos son simplemente la inmensa mayoría del Pueblo de Dios. A
su servicio está la minoría de los ministros ordenados. Ha crecido la
conciencia de la identidad y la misión del laico en la Iglesia. Se
cuenta con un numeroso laicado, aunque no suficiente, con arraigado
sentido de comunidad y una gran fidelidad en el compromiso de la
caridad, la catequesis, la celebración de la fe. Pero la toma de
conciencia de esta responsabilidad laical que nace del Bautismo y de la
Confirmación no se manifiesta de la misma manera en todas partes. En
algunos casos porque no se formaron para asumir responsabilidades
importantes, en otros por no encontrar espacio en sus Iglesias
particulares para poder expresarse y actuar, a raíz de un excesivo
clericalismo que los mantiene al margen de las decisiones. Si bien se
percibe una mayor participación de muchos en los ministerios laicales,
este compromiso no se refleja en la penetración de los valores
cristianos en el mundo social, político y económico. Se limita muchas
veces a las tareas intraeclesiales sin un compromiso real por la
aplicación del Evangelio a la transformación de la sociedad. La
formación de laicos y la evangelización de los grupos profesionales e
intelectuales constituyen un desafío pastoral importante.
103. La Iglesia reconoce el indispensable aporte de la mujer en la
sociedad, con una sensibilidad, una intuición y unas capacidades
peculiares que suelen ser más propias de las mujeres que de los varones.
Por ejemplo, la especial atención femenina hacia los otros, que se
expresa de un modo particular, aunque no exclusivo, en la maternidad.
Reconozco con gusto cómo muchas mujeres comparten responsabilidades
pastorales junto con los sacerdotes, contribuyen al acompañamiento de
personas, de familias o de grupos y brindan nuevos aportes a la
reflexión teológica. Pero todavía es necesario ampliar los espacios para
una presencia femenina más incisiva en la Iglesia. Porque «el genio
femenino es necesario en todas las expresiones de la vida social; por
ello, se ha de garantizar la presencia de las mujeres también en el
ámbito laboral»[72] y en los diversos lugares donde se toman las
decisiones importantes, tanto en la Iglesia como en las estructuras
sociales.
104. Las reivindicaciones de los legítimos derechos de las mujeres, a
partir de la firme convicción de que varón y mujer tienen la misma
dignidad, plantean a la Iglesia profundas preguntas que la desafían y
que no se pueden eludir superficialmente. El sacerdocio reservado a los
varones, como signo de Cristo Esposo que se entrega en la Eucaristía, es
una cuestión que no se pone en discusión, pero puede volverse
particularmente conflictiva si se identifica demasiado la potestad
sacramental con el poder. No hay que olvidar que cuando hablamos de la
potestad sacerdotal «nos encontramos en el ámbito de la función, no de
la dignidad ni de la santidad».[73] El sacerdocio ministerial es uno de
los medios que Jesús utiliza al servicio de su pueblo, pero la gran
dignidad viene del Bautismo, que es accesible a todos. La configuración
del sacerdote con Cristo Cabeza –es decir, como fuente capital de la
gracia– no implica una exaltación que lo coloque por encima del resto.
En la Iglesia las funciones «no dan lugar a la superioridad de los unos
sobre los otros».[74] De hecho, una mujer, María, es más importante que
los obispos. Aun cuando la función del sacerdocio ministerial se
considere «jerárquica», hay que tener bien presente que «está ordenada
totalmente a la santidad de los miembros del Cuerpo místico de
Cristo».[75] Su clave y su eje no son el poder entendido como dominio,
sino la potestad de administrar el sacramento de la Eucaristía; de aquí
deriva su autoridad, que es siempre un servicio al pueblo. Aquí hay un
gran desafío para los pastores y para los teólogos, que podrían ayudar a
reconocer mejor lo que esto implica con respecto al posible lugar de la
mujer allí donde se toman decisiones importantes, en los diversos
ámbitos de la Iglesia.
105. La pastoral juvenil, tal como estábamos acostumbrados a
desarrollarla, ha sufrido el embate de los cambios sociales. Los
jóvenes, en las estructuras habituales, no suelen encontrar respuestas a
sus inquietudes, necesidades, problemáticas y heridas. A los adultos
nos cuesta escucharlos con paciencia, comprender sus inquietudes o sus
reclamos, y aprender a hablarles en el lenguaje que ellos comprenden.
Por esa misma razón, las propuestas educativas no producen los frutos
esperados. La proliferación y crecimiento de asociaciones y movimientos
predominantemente juveniles pueden interpretarse como una acción del
Espíritu que abre caminos nuevos acordes a sus expectativas y búsquedas
de espiritualidad profunda y de un sentido de pertenencia más concreto.
Se hace necesario, sin embargo, ahondar en la participación de éstos en
la pastoral de conjunto de la Iglesia.
106. Aunque no siempre es fácil abordar a los jóvenes, se creció en dos
aspectos: la conciencia de que toda la comunidad los evangeliza y educa,
y la urgencia de que ellos tengan un protagonismo mayor. Cabe reconocer
que, en el contexto actual de crisis del compromiso y de los lazos
comunitarios, son muchos los jóvenes que se solidarizan ante los males
del mundo.
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